Carolina Recio Cáceres
Profesora asociada Universitat Autònoma de Barcelona e investigadora del Centre d’Estudis Sociològics sobre la Vida Quotidiana i el Treball (QUIT)
Hace pocos meses fue noticia un pequeño altercado en el Centro de
Servicios Sociales del barrio de Ciutat Meridiana, de la ciudad de
Barcelona. Más allá del eco mediático y la criminalización del
movimiento vecinal, aquel hecho puso de manifiesto lo que muchas veces
desde los territorios, desde asociaciones de profesionales de los
servicios sociales, y/o sectores vinculados a la investigación académica
hacía años que denunciábamos: la necesidad de repensar el modelo de
servicios sociales. En el año 2000 parecía que todo empezaba a moverse
con la aprobación de la conocida Ley de Dependencia y la aprobación de
la Ley de Servicios Sociales en Cataluña. Si bien esas dos normativas
caminaban hacia una concepción universalista de los servicios sociales,
pasados los años se ha demostrado que no fueron un motor real de
cambio, ya que en su redactado final y sobre todo, en su aplicación, no
se rompía con un modelo de servicios sociales caracterizado por la
escasez de recursos, la centralidad de las mujeres de las familias en
las tareas de cuidado de las personas y la dependencia de entidades
privadas para la gestión de los servicios.
En 2015, en un contexto de crisis, los déficits de los servicios
sociales son mucho más evidentes. Cada vez hay más personas que viven en
situación de emergencia social permanente y los servicios sociales
deben atender a un abanico más amplio de problemáticas. Sin embargo, es
necesario hacer una reflexión sobre los límites de los servicios
sociales, unos límites que van mucho más allá de la falta de recursos y
que tienen que ver con la concepción del propio modelo social. Un modelo
todavía muy deudor del carácter familista de la sociedad española y
enfocado hacia la individualización de las problemáticas.
La tradición de los servicios sociales
Los servicios sociales nunca estuvieron pensados ni diseñados para
ser uno de los grandes sistemas del estado del bienestar como la
educación y la sanidad. Desde el feminismo se ha señalado que el cuidado
cotidiano de las personas nunca formó parte de los pactos para la
construcción de los sistemas de bienestar europeos. Los estados del
bienestar y el pacto capital-trabajo se construyeron sobre la aceptación
de la división sexual del trabajo. Décadas más tarde, con los cambios
en los mercados de trabajo, las transformaciones de las estructuras
familiares y el envejecimiento de la población, los servicios sociales
han tenido que hacer frente a los cambios, ampliando y revisando los
servicios y las prestaciones. Sin embargo, su desarrollo tardío
coincidió en el tiempo con el avance de políticas neoliberales que
apostaron por una consolidación de sistemas de servicios sociales no
universalistas y por la privatización de la gestión de los servicios.
En España y Cataluña los servicios sociales se han definido tradicionalmente por su asistencialismo,
que quiere decir que el acceso a los servicios no es universal, sino
que sólo ciertos grupos pueden acceder a determinados servicios y
prestaciones. Para acceder a ella hay que demostrar que se reúnen las
condiciones para poder ser titular del servicio o de la prestación. Por
tanto, existe una lógica de comprobación de medios, en el que
continuamente tienes que demostrar que eres suficientemente pobre para
poder tener una prestación. Este esquema tiene un impacto importante
sobre los imaginarios de las personas hacia los servicios sociales.
Entre aquellas personas que no son usuarias se instala un sentimiento de
rechazo por tener que pagar, vía impuestos, por unos servicios que
nunca podrán utilizar. Asimismo, hace que otras personas, ante el temor
de ser controladas socialmente y la connotación negativa de los
servicios, rehúyan de las ayudas, servicios y prestaciones. Ser pobre es
un estigma, y los servicios sociales son servicios para pobres. Por
otra parte, cabe señalar que los servicios sociales vienen de una
tradición familista del estado del bienestar. Este
factor implica que generalmente los servicios y las formas de acceder
continúan pensándose bajo el ideal “en casa y con la familia”, que
quiere decir que prevalece la máxima de que la institución familiar es
quien debe resolver las necesidades de atención a las personas. De nuevo
esta tradición también forma parte de los imaginarios colectivos, tanto
de usuarios como de las personas profesionales. Este aspecto es muy
evidente en el ámbito de la dependencia, donde a menudo se han
promocionado y proporcionado ayudas vinculadas al cuidado informal por
delante de otras soluciones que rehúyen la centralidad de la familia en
las tareas de cuidado, por ejemplo, soluciones residenciales de
diferentes tipos. En este breve repaso histórico no hay que olvidar el
papel central de la Iglesia católica en el proceso de
construcción del sistema de servicios sociales español y catalán. De
hecho, personas expertas en la historia de los servicios sociales
señalan que Cáritas fue precursora de los servicios sociales en España;
en 1957 la organización religiosa crea la Sección Social de Cáritas
Nacional con la intención de superar “la acción benéfica” y sustituirla
por “la acción social” – actividades técnicas de atención asistencial,
organizaciones cooperativas, iniciativas de desarrollo social de grupos y
promoción de equipamiento social de las comunidades. El papel central
de la iglesia católica en la provisión de servicios también ayuda a
entender la persistencia de un cierto carácter caritativo en la
provisión de prestaciones y servicios sociales.
Finalmente, en este repaso de los elementos que definen la cultura de
los servicios sociales no hay que perder de vista la historia propia en
Cataluña y la contribución especial de los 23 años de gobierno
pujolista para la construcción de un sistema residual, privatizado y
defensor de la familia como eje vertebrador de la sociedad catalana. A
modo de ejemplo, cabe recordar que la ley de servicios sociales del año
1994 fue la primera ley autonómica en dotar de un papel central a
organizaciones privadas y de limitar la autonomía local en la prestación
de servicios, dando más poder a los Consejos Comarcales. Como explica
el sociólogo José Adelantado, los gobiernos de CiU contribuyeron a crear
un modelo de servicios sociales “jerarquizado, reglamentarista,
asistencialista y burocrático”.
¿En qué punto estamos?
Si hacemos caso a la historia y los rasgos que definen los servicios
sociales, es más fácil entender las limitaciones que hoy en día tienen
los servicios sociales para poder ofrecer servicios que procuren
bienestar a la ciudadanía. Hay que situar la problemática histórica de
los servicios sociales en un contexto de crisis económica caracterizado
entre otras cosas por: el empeoramiento de las condiciones de trabajo
avaladas por la aprobación de reformas laborales y el ataque contra los
procesos de negociación colectiva , las políticas continuadas de
recortes de los servicios públicos que han afectado tanto a usuarios
como personas trabajadoras, el fin del modelo de crecimiento basado en
la construcción y el impacto de políticas de vivienda que se han
manifestado nefastas para la vida de las personas, etc. En definitiva,
la promoción de políticas de austeridad está generando sociedades más
desiguales donde se incrementan el número de personas que viven sin
trabajo o con un trabajo precario con sueldos de miseria, con
dificultades para mantener una vivienda, con dificultades para poder
hacer frente a servicios básicos como es el suministro de agua, luz o
gas. Todas estas cuestiones han puesto en evidencia todas las carencias
que ya eran propias de servicios sociales y las han agravado, ya que
además de tener que seguir atendiendo temas que les eran propios, ahora
estando gestionando otras áreas que les son nuevas: ayudas para el
comedor escolar que en teoría debería ser competencia de Educación, la
gestión de aspectos de emergencia habitacional, competencia que
correspondería a Vivienda, o ayudas alimentarias que tienen los bancos
de alimentos como recurso básico, unas ayudas que tradicionalmente
gestionaban autónomamente entidades sociales – principalmente órdenes
religiosas – y que actualmente entran también dentro del circuito de
servicios sociales. Sin olvidarnos de que el sistema asistencialista
supone, además, un largo laberinto de informaciones confusas, trámites y
gestiones farragosas que son necesarias para acceder a servicios y
prestaciones. Asimismo, los recortes también han afectado a las personas
trabajadoras de los servicios sociales, sobre todo con la falta de
recursos personales suficientes y la sobrecarga de trabajo, y también la
angustia personal que supone tener que hacer frente a un número elevado
y disperso de problemáticas sin tener una buena dotación de recursos.
Esta falta de recursos se traduce en un colapso de los servicios que
retrasa la intervención y en una incapacidad de respuestas globales para
hacer frente a las necesidades sociales. Todas estas cuestiones obligan
a hacer reflexiones profundas y que deben ir más allá de la denuncia de
la falta de recursos, ya que el problema de los servicios sociales es
un problema de concepción de modelo de sociedad y de forma de pensar,
diseñar e intervenir políticamente.
La individualización, el éxito personal y el ascenso social como
perspectiva son hoy en día valores incuestionables. Valores reforzados
por discursos sobre la excelencia y el valor del conocimiento y la
calificación técnica, discursos aceptados y compartidos por amplias
capas de la población. Sin duda, esto también está detrás del modelo de
servicios sociales, de la concepción de persona usuaria y de su relación
y uso de los servicios y prestaciones. El discurso, a menudo
hegemónico, entiende que las ayudas sociales deben facilitar el diseño
de estrategias individuales para salir de su situación de pobreza. Este
posicionamiento no tiene suficientemente en cuenta el contexto en el que
se vive y los recursos con los que se cuenta (culturales, simbólicos,
económicos, etc.) para poder diseñar una estrategia satisfactoria. Esta
concepción se fundamenta en el éxito individual, y olvida la vieja idea
de la dignidad de la clase obrera; como bien explica Owen Jones en su
libro sobre la demonización de la clase obrera en el Reino Unido, lo que
se potencia y lo que se desea es dejar de ser clase obrera, serlo se
criminaliza ya que, bajo el paradigma del éxito , implica que los
individuos no se esfuerzan por mejorar su situación social. Una
criminalización reforzada por estereotipos mediáticos muy potentes –
por ejemplo, la imagen de la “choni” o el “poligonera”, jóvenes sin
formación y con prácticas culturales cuestionables -. Esta concepción
también forma parte de cómo se piensan y cómo se articulan las políticas
sociales, estigmatizando a aquellos que se consideran pasivos en el
modelo hegemónico sobre la emprendeduría personal. Los que no son
proactivos y parecen tener dificultades para tejer estrategias
individuales son a menudo tachados de aprovechados del sistema: personas
que viven de las rentas mínimas, que sacan provecho de las ayudas con
malas prácticas (por ejemplo haciendo un “mal uso” de los bancos de
alimentos) y que no hacen nada para encontrar un nuevo trabajo. Esto
puede ayudar a entender el diseño concreto de las políticas públicas de
servicios sociales. Son políticas que se traducen en ayudas puntuales,
de carácter parcial y con una capacidad relativa de promoción de mejoras
en las condiciones de vida. Ofrecer ayudas alimentarias, ofrecer
soluciones habitacionales temporales, ayudas para pagar servicios
básicos, o dinero para pagar el cuidado informal de la persona
dependiente son medidas paliativas, pero que en ningún caso ayudan a
salir de la situación de necesidad.
La reflexión sobre los servicios sociales también implica pensar en
cómo se están gestionando estos servicios. El modelo aceptado es el de
la externalización y privatización de la gestión de los servicios. El
ataque neoliberal hizo creer que al externalizar la gestión del servicio
a entidades privadas – entidades mercantiles y del tercer sector social
– se prestaría un servicio más eficiente y con menos costes para el
estado. Una visión bien aceptada tanto por las grandes empresas que hoy
están presentes en el sector como por parte de un tercer sector que se
ha expandido gracias al desarrollo de nuevos servicios públicos. Aunque
no existen evidencias sobre las bonanzas de este sistema ni que resulte
una buena opción económica. Al contrario, la privatización de la gestión
tiene muchas sombras tanto desde la perspectiva de la calidad del
servicio que se presta como desde el punto de vista de la calidad de la
ocupación que se genera. El sistema de gestión se ha basado en muchos
casos en el abaratamiento de costes, es decir, en la expansión de un
sistema de servicios de bajo coste, que ha facilitado la entrada de
grandes grupos empresariales del país y ha sido bien aceptado por la
gran red de entidades del tercer sector del país. Además del coste, la
problemática de la externalización plantea déficits desde el punto de
vista del seguimiento y control del servicio prestado por parte de la
entidad gestora de los servicios. En este sentido y a modo de ejemplo,
nos podríamos encontrar que una entidad que ha sido denunciada por
incumplimiento de convenio se vuelve a presentar y ganar un concurso
público de gestión del servicio. Desde el punto de vista de las
condiciones de trabajo hay que decir que es un sistema nefasto ya que
esta competición a bajo coste se traduce en salarios bajos, malos
horarios de trabajo, tener que renegociar condiciones cada vez que se
cambia la entidad que gana el concurso de gestión, etc. No hay que
olvidar que aquellos servicios externalizados han sido los más
intensivos en trabajo y aquellos donde el contenido del trabajo es
considerado no cualificado por su proximidad al trabajo invisible de
cuidado informal de las personas.
Ideas para repensar los servicios sociales
Es urgente repensar los servicios sociales y las políticas sociales.
En primer lugar, es insoslayable la defensa de un sistema de acceso
universal a los servicios sociales, ya que es absolutamente necesario
para la construcción de una sociedad igualitaria desde la perspectiva
del derecho. En la sociedad actual no aceptamos que una persona que esté
enferma no reciba ningún tipo de atención médica, o no aceptamos que
ningún niño se quede sin escolarizar. Sin embargo, asumimos con
tranquilidad la no respuesta por parte de los servicios sociales,
asumimos que un abuelo o abuela no sólo no tenga acceso a una plaza
residencial pública, sino que los servicios sociales no colaboran en la
búsqueda de soluciones alternativas. Aceptamos que se nos pregunte si la
persona dependiente tiene familiares que se pueden hacer cargo,
especialmente mujeres. Es necesario, por tanto, una revisión profunda
del modelo que conduzca al reconocimiento del derecho individual a
recibir una atención adecuada. Evidentemente, este cambio conceptual no
será posible sin un cambio radical de otras instituciones y políticas
públicas. Son necesarios, por tanto, cambios en las políticas laborales,
en los sistemas impositivos y en el reparto de la carga total de
trabajo que implique una redistribución más igualitaria de los tiempos y
trabajos entre hombres y mujeres.
Repensar los servicios también significa apostar por la
re-municipalización de servicios personales. Un reto ambicioso, sobre
todo si tenemos en cuenta la actual reforma de gobiernos locales que
elimina competencias municipales para la gestión de servicios sociales y
la histórica infradotación de recursos a los gobiernos locales. Apostar
por repensar el modelo aceptado de externalización de los servicios
tiene que ver con la necesidad de mejora del servicio, que integrándose
de nuevo al sistema público podrá ofrecer una atención más
multidisciplinar e integrada mejorando, además, las condiciones de
trabajo de las trabajadoras. Trabajar en equipos integrales y recuperar
la gestión seguro que también facilitaría un cambio en el tipo de
servicio más centrado en las necesidades de las personas.
Finalmente, hay que repescar el espíritu de los primeros años 80, de
efervescencia del trabajo social. En este sentido, sería bueno apostar
por una perspectiva de trabajo en red entre agentes y entidades de los
territorios, de trabajo de calle, de trabajo diagnóstico de la situación
individual y contextual. Las personas que se dedican al trabajo social
no pueden ser gestoras de la miseria y guardianas de un orden social
injusto. Hay, pues, que pensar que la ciudadanía debe ser más incisiva
en la defensa de los servicios sociales ya que son servicios que nos
proporcionan bienestar a todas las personas, pero también los
profesionales tienen el deber y la responsabilidad de denunciar los
déficits. Un buen ejemplo lo hemos visto en esta última semana con la
protesta de los trabajadores sociales municipales de Barcelona que se
han negado a jugar un papel colaborador en los procesos de desahucio,
porque entienden que su labor debe ser preventiva de las situaciones.
Esto nos obliga a situar el cuidado de las personas en el centro de la
concepción política del sistema y de las demandas sociales, sólo así
entenderemos que con los servicios sociales nos jugamos el bienestar de
la sociedad.