PÁGINAS

jueves, 19 de octubre de 2017

Las contenciones mecánicas en psiquiatría y los agujeros negros que se tragan a las personas

Los hechos: Ibrahim es una persona que murió el día dos de diciembre de 2014 en la unidad de psiquiatría del hospital Gregorio Marañón. Pasó la noche amarrado a una cama con correas. Parece ser que había protagonizado un incidente con algún miembro del personal.
 
Eso es todo cuanto sabemos. Nada más.

Hemos intentado obtener más información, pero un enorme agujero negro se traga a muchas de las personas que mueren en las plantas de psiquiatría de este país. Solo sabemos su nombre y que era una persona migrante.

Con este texto queremos llamar la atención sobre la absoluta opacidad que existe en todo lo que respecta a las agresiones y muertes que tienen lugar en los contextos psiquiátricos. A no ser que exista algún tipo de contacto con la familia de la persona agredida o fallecida, carecemos de medios por los cuales acceder a la información que sería necesaria para que las organizaciones defensoras de los derechos humanos pudieran emitir un juicio objetivo sobre lo sucedido. De esta manera no hay defensa legal posible. O dicho en otras palabras: las personas con diagnóstico de salud mental nos encontramos en una situación de absoluta vulnerabilidad desde el mismo momento en que es emitido dicho diagnóstico. Y llegados a este punto, dentro de nuestra particular locura, no podemos dejar de preguntarnos a nosotros mismos: ¿cuánto vale nuestra vida una vez que cruzamos la puerta de un ingreso?

A quien se apresure a llamarnos alarmistas le instamos a reflexionar sobre los hechos que presentamos, así como sobre el hermetismo que los rodea. Las contenciones mecánicas causan muertos todos los años. De algunos nos enteramos, de otros no. De algunos tenemos unos pocos datos, de otros, como es el caso de Ibrahim, solo sabemos que murieron. Y que nadie dio explicación alguna. Esta es una situación en la que no solo los pacientes quedan desamparados (algo que en el caso de la salud mental parece solo preocupar a un número reducido de activistas y profesionales), sino en la que toda la asistencia psiquiátrica queda suspendida en un tiempo y espacio completamente escindidos de la sociedad y sus leyes. Esas son las condiciones idóneas tanto para la legitimación de los desmanes y asimetrías en las relaciones de poder como para garantizar que las personas atendidas no forman parte del cuerpo social. Es decir, que en un espacio donde nuestros derechos quedan suspendidos, es imposible que nos recuperemos de nuestro sufrimiento psíquico. Así de sencillo, pese a que los numerosos facultativos e investigadores del Gregorio Marañón (en este caso, pero tanto da, dado que estamos hablando de todo un sistema de atención y no de un caso concreto) no parecen reparar en ello. ¿Cómo recuperar la salud perdida en un lugar donde morir atado es un hecho intrascendente?

En lo que llevamos de 2017 sabemos de al menos dos muertes más donde concurren la psiquiatría y el uso de contenciones mecánicas: en A Coruña (febrero) y en Asturias (abril). Tampoco tenemos muchos más datos. Oscuridad. En ocasiones, los hospitales tratan de despachar la supuesta relación entre las correas y la muerte, se habla de “parada cardiorrespiratoria” para intentar despistar y alejar cualquier nexo entre la contención y el deceso: este se produjo porque el corazón se paró. Solo acontecimientos tan extremos como una defunción grabada en vídeo parece poder deshacer las defensas institucionales y forzar una remodelación en el modelo de asistencia, pasó en Italia… y ojalá se tomaran medidas en nuestro territorio sin necesidad de llegar a un caso semejante. Hasta el momento no hay asunción de responsabilidades porque sencillamente se ocultan los hechos, se minimizan y cubren con mantos de sombra hasta que el paso del tiempo desgasta cualquier posibilidad de acción y cambio reales.

Algunas personas y colectivos trabajamos por hacer llegar a la sociedad civil la realidad sobre el uso de correas, los peligros que acarrean y la necesidad de defender los derechos humanos. El camino es lento, pero estamos en ello. De momento son muchos los profesionales que se defienden apelando a que las cosas se han venido haciendo así, a que lo que vale en otros países (reducción o incluso abolición de las correas en psiquiatría) aquí no vale, a que hay poco personal y medios (lo sentimos, nuestros derechos humanos no pueden depender de carencias administrativas, valemos más que eso), a que solo se hacen las contenciones necesarias o que estas se basan en una evaluación objetiva de la situación y no en ningún tipo de prejuicio (transmutando una cuestión humana en una técnica sin el soporte epistemológico necesario). Es curioso que la propia Organización Mundial de la Salud prevenga contra ese tipo de argumentos y que siga sin hacérsele caso. Con el paso del tiempo la defensa de esta práctica será algo de lo que todos los actores implicados querrán renegar. Deberían darse cuenta de ello lo antes posible: facilitarían las cosas y evitarían un descrédito que crece de manera paulatina e inexorable.

Pero retomemos el hilo inicial: una muerte anónima en un hospital madrileño. ¿Qué hacer al respecto?, ¿qué exigencia poner sobre la mesa que difícilmente pueda ser cuestionada (o que al hacerlo desate contradicciones que nos permitan ir todavía más allá en la conquista de derechos)? Planteamos una cuestión básica: el fin de la opacidad. La existencia de registros de acceso público donde cada hospital presente la cantidad de veces que se han aplicado contenciones y la duración de las mismas. De esa manera se podrían establecer comparaciones y patrones de actuación (damos algunas pistas: apostamos a que saldría un mayor número de contenciones en los turnos de noche, en los recursos que atienden a una mayor cantidad de población y que se ataría más a varones de cierta envergadura, con independencia del trastorno descrito). Por otro lado, que cada contención sea registrada minuciosamente haría disminuir su práctica (tal y como ha quedado observado). Finalmente, el hecho de que hubiera números sobre la mesa permitiría arrojar luz y hacerse una idea de las dimensiones e implicaciones que tiene el uso de correas en psiquiatría. Por supuesto, cuando alguien perdiera la vida en un periodo que coincidiera con el hecho de estar sujeto mediante correas a una cama debería ser notificado, no escondido bajo la alfombra. Organismos independientes tendrían el acceso a todos los datos hospitalarios y se establecería una investigación. Nadie debe volver a morir y ser arrastrado hacia el interior de un agujero negro. Mientras esto sea así, seguiremos siendo potenciales muertos de segunda categoría, y por tanto, pacientes y ciudadanos de un rango inferior. El resto —los cantos a la rehabilitación, las campañas antiestigma pagadas por farmacéuticas, los derechos humanos que son mencionados pero no ejercidos, etc.— será pura palabrería. Concatenaciones de sílabas huecas que se esparcen sobre la ausencia de todos esos hombres y esas mujeres muertos por quienes no podemos preguntar.