PÁGINAS

jueves, 26 de febrero de 2015

Encarceladas y abusadas

Analizar las implicaciones de los casos de abusos sexuales a mujeres encarceladas nos permite conocer mejor el funcionamiento de instituciones tan herméticas como las cárceles y cómo se despliegan los resortes de poder tras los barrotes, especialmente en lo referente a las relaciones de género.

El pasado mes de enero el diario El Mundo publicó una noticia informando de posibles abusos a mujeres encarceladas: siete presas han denunciado a cuatro funcionarios de prisiones de la cárcel de Brieva (Ávila) acusándoles de forzarlas a tener sexo a través de diversas amenazas y coacciones. Si bien es cierto que no son hechos probados y hasta el momento sólo se han abierto diligencias, conocemos casos anteriores en los que los hechos sí han sido confirmados. En el año 2009 el exsubdirector del ya clausurado penal de Nanclares de Oca (Álava) fue condenado a un año de prisión y seis de inhabilitación por abuso sexual a una presa. Por primera vez en la era democrática del Estado español se producían denuncias de este tipo en el contexto carcelario y se lograba condenar a un funcionario de prisiones por delitos sexuales. Ello probablemente funcionó de acicate para que otras presas denunciaran prácticas delictivas de tipo sexista tras los muros. Así, en junio de 2013 un funcionario de Soto del Real fue condenado a 25 años por varios delitos de agresiones sexuales continuadas y abuso de su función de trabajador público a cuatro presas. También fueron sonados los casos de abusos sexuales en Alcalá I-Mujeres en Madrid. Sería interesante saber en qué situación se encuentran actualmente los funcionarios condenados, si han pasado por prisión y de qué manera se han visto afectadas sus carreras profesionales.
No se puede afirmar que las prácticas delictivas a las que aquí hago referencia sean sistemáticas, pero sí que las características y el funcionamiento del sistema carcelario favorecen este tipo de abusos de poder de claro corte sexista. Analizar con detenimiento las implicaciones de este presunto caso y otros probados como los mencionados nos permite conocer mejor cómo funcionan instituciones tan herméticas como las cárceles y cómo se despliegan los resortes de poder, especialmente en lo referente a las relaciones de género. Las mujeres suponen el 7,6% de la población penitenciaria española, una proporción realmente pequeña en comparación con la de los hombres, pero que a la vez constituye uno de los porcentajes más elevados de Europa. Las cárceles están diseñadas para hombres, concebidas para ellos y dirigidas desde una perspectiva androcéntrica. Las mujeres se encuentran habitualmente en centros penitenciarios masculinos ocupando un espacio anexo, con grandes restricciones de acceso a servicios como el gimnasio, las actividades culturales y formativas o los talleres productivos, y generalmente situados geográficamente lejos de su lugar de origen. El estigma que portan estas mujeres, la mala imagen que la sociedad tiene de ellas, por delincuentes, sospechosas de ser viciosas por consumir drogas o acusadas de ser malas madres, es un elemento que juega en su contra a la hora de denunciar prácticas abusivas contra ellas en el interior de las cárceles, ya que o se les otorga suficiente credibilidad a sus testimonios o se resta importancia a lo sucedido.
La dificultad de demostrar hechos a los que hago referencia aquí (unos aún presuntos y otros de demostrada culpabilidad) siempre es grande y las razones que tienen las víctimas para echarse atrás son muchas, si tenemos en cuenta que no pueden escapar del lugar donde están sufriendo las agresiones y que los funcionarios pueden usar su poder para perjudicarlas en su situación penitenciaria. Las amenazas de represalias y coacciones son frecuentes en las denuncias de mujeres presas, lo cual es indicativo de esta sobrecarga de poder. Al desequilibrio entre hombres y  mujeres, se le suma el rol funcionario-presa.
Otro eje de vulnerabilidad proviene de la evidencia de que una proporción muy elevada de mujeres encarceladas ha padecido violencia de género por parte de sus parejas u otros hombres en algún momento de su vida, tal y como demuestran diversos estudios en este campo. De esta manera, a esta violencia sexual se sumarían experiencias previas de violencia que provocan una revictimización. A este respecto, la coyuntura actual de recortes y de vuelta atrás en políticas públicas de género está perjudicando a las mujeres en las cárceles. El Programa de Acciones por la Igualdad entre Hombres y Mujeres en el medio penitenciario puesto en marcha en 2008, que contemplaba entre otras medidas la atención a mujeres víctimas de violencia de género, quedó prácticamente paralizado en 2011 con la llegada al gobierno del Partido Popular. Estos casos de violencia sexual en las cárceles son una señal de alarma y una llamada de atención para desarrollar un abordaje de género en la política penitenciaria y para establecer mecanismos de control específicos en las relaciones entre funcionarios y mujeres presas.
El Ministerio del Interior (a través de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias) es el principal encargado de controlar el comportamiento del funcionariado. No olvidemos que la Administración del Estado es la principal garante de la integridad física y psicológica de las personas que se encuentran bajo su custodia. Los y las funcionarias son quienes personifican esa responsabilidad y quienes la encarnan en el día a día. Cuando quienes ostentan esta responsabilidad se dedican a abusar de su posición de poder la situación se vuelve obscena: el zorro se encuentra al cuidado de las gallinas.
Pero el reto no es sólo para las instituciones. La ciudadanía debe igualmente prestar atención a lo que ocurre en las cárceles, ya que estas son un baremo de la calidad democrática de una sociedad. Uno de los principales mecanismos de supervisión son los movimientos sociales que acceden a la prisión a prestar servicio y apoyo a las personas privadas de libertad. El principal escollo estriba en que la institución penitenciaria se reserva el “derecho de admisión” sólo para aquellas entidades que no tienen una vocación de denuncia de violaciones de derechos humanos o irregularidades en prisión. De esta manera, la intervención en las cárceles queda seriamente obstaculizada en su objetivo de ser altavoz y puente entre la sociedad y la cárcel. Por este motivo, debemos exigir una mayor apertura de la institución penitenciaria a la sociedad civil como forma de “rendición de cuentas”, institución que, queramos admitirlo o no, es responsabilidad de todos y todas. Al mismo tiempo, las entidades sociales están también llamadas a introducir una perspectiva de género en su acción, de forma que pueda adecuarse a las necesidades y demandas de las mujeres presas.
Debo terminar reconociendo el valor de las mujeres que se han atrevido a denunciar a pesar de todas las trabas. Justo es reconocer los actos de heroicidad cotidiana que muchas personas realizan en condiciones muy adversas y que se orientan a salvaguardar la dignidad a pesar de todas las consecuencias. Ellas son un ejemplo para muchos y muchas de nosotras.