Artículo de Alberto Garzón
En
los últimos meses, miles de personas corrientes han dedicado
innumerables esfuerzos a constituir las llamadas candidaturas de unidad
popular en muchas ciudades del país. Protagonistas, ritmos, códigos
políticos y hasta nombres y logotipos han variado de un lugar a otro.
Los resultados, naturalmente, han sido igualmente dispares.
En
la mayoría de las plazas electorales, por lo general municipios
pequeños y medianos, ni siquiera se llegó a intentar porque no había con
quién unirse. En muchos otros espacios los intentos acabaron
empantanados en rocosas negociaciones entre distintos partidos,
corrientes, facciones e intereses, derivando casi siempre en varias
candidaturas enfrentadas entre sí. Y en pocos sitios, muy pocos, se
concluyó con candidaturas que aglutinaban a la totalidad de los sujetos
políticos contestatarios del territorio en cuestión. En definitiva, los
procesos no han sido nada fáciles y han estado cruzados por ingentes
obstáculos de distinta naturaleza (jurídicos, materiales, metodológicos…
pero casi nunca, por cierto, político-programáticos).
Tras
los resultados y con este complejo puzzle es fácil que cada cuál
encuentre un hábil argumento con el que justificar una prejuiciosa
posición sobre la unidad popular o sobre el tipo de unidad popular
necesaria. Y eso ocurre incluso aunque se trabaje con votos y, por lo
tanto, con números que conceden a nuestras ideas la siempre elegante
apariencia de rigurosidad. Pero los economistas bien sabemos que los
datos pueden siempre torturarse hasta que confiesen lo que nos apetece. Y
aquí no es distinto, sea la lente morada, verde o roja.
¿Fue
AhoraMadrid, Barcelona en comú o la Marea Atlántica la demostración de
que la Unidad Popular es el instrumento para ganar las ciudades para la
gente? Pues depende. Y a veces a esa duda seguirá una interminable lista
de comparaciones y argumentos rocambolescos que, por lo que estoy
viendo, tiene más de ingeniería social que de análisis político. Unos
dirán que lo de AhoraMadrid era por la fuerza del liderazgo de Carmena;
otros que ese liderazgo no existió en Coruña; otros que Zaragoza en
común sacó los mismos votos que Podemos; otros que IU en Zamora
consiguió en solitario un 30%; otros que Podemos sacó en Cádiz un 29% y
Cádiz en Común un 8%; otros que si Ganemos Córdoba e IU Córdoba hubieran
ido unidas se hubiese ganado la alcaldía… No faltarán argumentos o
excusas para lo que sea.
Cuando
algunos afirmamos que «la Unidad Popular es el único camino» estamos
siendo ciertamente rotundos. Pero para explicarlo adecuadamente conviene
añadir cuatro cuestiones relevantes. La primera, ¿a qué llamamos
realmente Unidad Popular? La segunda, ¿para quién es el único camino? La
tercera, ¿hacia dónde nos dirige ese camino? La cuarta, ¿cuál es el
método de la Unidad Popular? Todas ellas son preguntas que me parecen
esenciales.
En
primer lugar porque la Unidad Popular no es una herramienta de
comunicación política o una marca electoral. Es, muy al contrario, un
instrumento político para transformar la sociedad. Y en tanto que la
sociedad no se transforma únicamente mediante las elecciones, la Unidad
Popular es algo más amplio que un acuerdo para conformar candidaturas
electorales. La Unidad Popular son las mareas en defensa de los
servicios públicos, las huelgas generales o las movilizaciones populares
para detener desahucios. En todos esos momentos políticos hay
transversalidad de actores (varios partidos, sindicatos o gente no
adscrita a organizaciones) y en todos ellos hay fines políticos y medios
enfocados desde la unidad. La hipótesis que subyace es que no es
posible transformar la sociedad sólo ganando las elecciones o sin una
ciudadanía activa que ejerce su papel continuamente. De ahí que una de
las muchas y grandes enseñanzas que ofreció Ada Colau durante la
gestación de Barcelona en comú fue la explícita intención de «luchar
juntos en las instituciones lo que antes se había luchado juntas en las
calles».
En
segundo lugar, porque conviene desvelar al beneficiario de la Unidad
Popular. Al fin y al cabo, lógicamente uno puede dudar de si quien sale
verdaderamente favorecido con un proceso de Unidad Popular es el pueblo,
como ente abstracto, o por el contrario el sujeto que recibirá el acta
de concejal o de diputado. O incluso las formaciones que, en aras de la
unidad, salvan su existencia electoral o mejoran sus ingresos
económicos. De la misma forma que puede negarse la Unidad Popular
exactamente por las mismas razones. Tanto da. A estas últimas
posibilidades solemos llamarlas tacticismo, es decir, una toma de
decisiones empujadas no por convicciones sino por razones de índole no
esencialmente política.
Pero,
en ausencia del siempre bochornoso tacticismo, ¿quién se beneficia de
la Unidad Popular? A mi juicio, la gente corriente y sencilla. Los de
abajo, la base explotada de un sistema político y económico diseñado
para el saqueo y el expolio. Quienes organizándose políticamente pueden
evitar la consolidación de un orden social regresivo dirigido por una
minoría social. Es decir, quienes tienen en su mano evitar la
consolidación del neoliberalismo como proyecto económico, social y
civilizatorio. Sin Unidad Popular, sin mareas y sin candidaturas
populares, el capitalismo se reajustará sobre la base de nuevas y
dolorosas medidas contra la gente y el medio ambiente. No hace falta
mirar al horizonte puesto que ya está sucediendo tal reajuste, entrando
en un escenario de precariedad estructural. Esos son los retos ante los
que la Unidad Popular es la respuesta. Así las cosas, la Unidad es
necesaria no para las formaciones políticas y sus miembros, como
maquinarias burocráticas o burócratas, sino para la gente y sus
aspiraciones de vivir bien.
En
tercer lugar, la Unidad Popular tiene objetivos políticos y no
meramente electorales. Es decir, si hay que frenar al neoliberalismo y,
además, construir otro mundo necesario y posible, necesitamos entender
que no vale con aspiraciones mediocres -tanto electorales como no
electorales. Dicho de otro modo, la Unidad Popular no aspira a
conquistar el 20% del electorado sino a representar a la mayoría social y
ser instrumento de cambio real. Eso significa que un 5%, 10% o 20% es
siempre insuficiente. Del mismo modo que es contraproducente convertir
lo que es un movimiento político y social en una maquinaria electoral.
Estas son las críticas que siempre, desde mi militancia más activa, he
realizado sin descanso a la deriva institucionalizada de IU.
Así
las cosas la Unidad Popular se define en torno a un marco
político-programático del que se está hablando muy poco. ¿Cómo van a
poder resistir las candidaturas de unidad popular la reacción del poder
económico? ¿qué tipo de coordinación popular necesitamos para
desarrollar nuestros proyectos rupturistas? ¿cuál es la política de
alianzas de una fuerza rupturista en un marco como el actual? ¿con qué
cuadros y personas con preparación se cuenta para todo el proyecto?
Todas estas preguntas, que son las verdaderamente cruciales, están
demasiado abandonadas en beneficio de los cálculos electoralistas.
En
cuarto lugar, la Unidad Popular ha de construirse desde abajo y de
forma participativa. No podría ser de otra forma si hablamos de
movimientos de democracia radical. Ahí los ecos muy actuales del 15-M,
pero también de la Comuna de Paris. Sin embargo, los diseños concretos
de los mecanismos pueden variar en función de contextos y realidades
políticas. Lo que sí que no cabe es la vieja idea del “Frente Único por
la Base”, que traducido al lenguaje coloquial es algo así como “la
unidad popular soy yo”. Esa desastrosa idea fue dominante en los
partidos comunistas de los años veinte y treinta, hasta que el fracaso
estrepitoso hizo cambiar de estrategia. En España fue Bullejos quien,
como secretario general del PCE, mantuvo hasta 1932 una posición
dogmática y sectaria para impedir negociaciones con otras fuerzas
políticas. Para Bullejos el PCE era en sí mismo la Unidad Popular. El
fracaso de las izquierdas en las elecciones de 1933 –sólo un diputado
por el PCE, y además en heterodoxa candidatura de unidad malagueña-
catalizó los cambios y ya en 1936 cristalizó el Frente Popular. Al fin y
al cabo, la Unidad Popular se construye desde la autonomía de todos los
participantes y los socialistas no iban a entrar en la “Unidad Popular”
del PCE bajo los aparatos del propio PCE.
Ahora
bien, ¿por qué he querido hacer estas aclaraciones? Me parecía honesto
señalar que los retos ante los que nos enfrentamos son tan grandes que
requieren de la generosidad, el trabajo y el ánimo de todos nosotros. Y
que eso comienza con hacer análisis adecuados y, en la medida de lo
posible, desprovistos de juicios preestablecidos.
Para
mí Ahora Madrid, Zaragoza en Común, la Marea Atlántica o Barcelona en
comú sí son constataciones de que la Unidad Popular es el instrumento
necesario. Y creo eso mismo porque han logrado romper el juego
tradicional del bipartidismo, responsable político de la situación
actual y del giro neoliberal. Me importa bien poco que las candidaturas
de Unidad Popular hayan sacado más o menos votos que las de Podemos o IU
en solitario. No me parece ese el debate.
Lo
que me preocupa es que en las autonómicas no haya existido esa ruptura y
que ninguna fuerza contestataria haya superado el 14% de votos de
media. Pues ese voto político es el que puede trasladarse fácilmente a
unas elecciones generales. Significativamente supondría abrir la puerta a
un parlamento más plural pero también a un gobierno igualmente
comprometido con la oligarquía y sus intereses. No obstante, me
interesa, y mucho, lugares donde la suma generosa de esfuerzos ha
irrumpido en el escenario o directamente ha roto el dominio del
bipartidismo. Y eso ha ocurrido en bastantes municipios a través de las
candidaturas de unidad popular. Pues es allí donde me parece que se ha
interiorizado gran parte de las ideas anteriores, y donde muy
especialmente se han superado los patriotismos de siglas por el
patriotismo de clase, fracción de clase o como cada uno quiera llamar a
las subjetividades compartidas que nacen de condiciones materiales
compartidas.
Pienso,
en consecuencia, que trabajar en esta idea de Unidad Popular de cara a
unas elecciones generales puede romper la perversa dinámica actual –que
es económica antes que política. Ello implica asumir que existirán
muchas dificultades, enormes quizás, pero es que no hay alternativa si
no queremos ver en unos años todos nuestros sueños carbonizados. Si no
se consigue, efectivamente muchas organizaciones con las que la gente
sencilla se siente por lo general muy bien representada seremos
competidores electorales. Los resultados serán mejores o peores para
cada una de las organizaciones, y mucho tiempo falta para definir esos
espacios en liza, pero me temo que serán malos sin duda para la
población en general. Una oportunidad histórica que podría perderse y de
la que nos lamentaríamos enormemente en el futuro.
Lo
hemos dicho otras veces: no nos jugamos las próximas elecciones sino
las próximas generaciones. Y estar a la altura pasa, a mi juicio, por
pensar políticamente. No es cuestión de sustituir una maquinaria
electoral por otra o unos concejales por otros. Se trata de Política con
mayúsculas. La que nos afecta a nuestras vidas sencillas.