El
14 de abril de 1931, hace 85 años, la monarquía de Alfonso XIII era
derribada tras meses de movimientos huelguísticos, manifestaciones de
masas y agitación política a lo largo y ancho de todo el Estado español.
Con la proclamación de la Segunda República, el proceso revolucionario
entraba en una fase trascendental que culminaría en el golpe militar del
18 de julio de 1936 y en la insurrección obrera que lo derrotó en las
principales ciudades.
En los
tres años siguientes, la clase trabajadora y los campesinos sin tierra
realizaron una auténtica epopeya: combatieron con las armas en la mano
al fascismo y llevaron a cabo la revolución social, enfrentándose al
sabotaje de las llamadas democracias occidentales y a la traición del
estalinismo. La derrota de los trabajadores y el triunfo de la dictadura
franquista, los cientos de miles de fusilamientos, los campos de
concentración y las cárceles, el miedo infinito, la represión
generalizada…forma parte del patrimonio de nuestra lucha de clases, de
las páginas más heroicas escritas por millones de hombres y mujeres
anónimos que se levantaron contra la opresión y lo dieron todo por un
futuro mejor.
Conocer,
estudiar y asimilar las lecciones de aquel periodo revolucionario, es
imprescindible si queremos enfrentarnos con éxito a la tarea que sigue
pendiente y que es igual de necesaria que entonces: la transformación
socialista de la sociedad.
La proclamación de la Segunda República y las tareas de la revolución democrático-burguesa
A
finales el 1930, y tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, la
monarquía de Alfonso XIII estaba corroída por la crisis económica, la
contestación social de amplias capas de la pequeña burguesía, los
estudiantes y el movimiento obrero. Carente de base social, los jefes
monárquicos intentaron ganar tiempo convocando para el 12 de abril de
1931 elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento y
lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una
monarquía constitucional. Pero ya era tarde. A pesar del fraude y la
intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el
triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las
grandes ciudades. El júbilo de las masas se desató en las principales
capitales y localidades del país, donde la República fue proclamada en
los ayuntamientos.
Con una
correlación de fuerzas tan desfavorable, la burguesía —que había
sostenido la monarquía alfonsina y su régimen represivo durante décadas—
no pudo impedir la proclamación de la República y mucho menos utilizar
al ejército para reprimir al movimiento. Los capitalistas consideraron
la República un mal menor mientras trataban de ganar tiempo.
En
aquellas jornadas históricas, los dirigentes socialistas y republicanos
que se auparon a la dirección del movimiento manifestaron grandes
vacilaciones y una enorme desconfianza hacia las masas revolucionarias.
Cuando Alfonso XIII tomó el camino del exilio, el mayor afán del
gobierno provisional —una coalición entre los republicanos burgueses y
los dirigentes del PSOE— fue encarrilar los acontecimientos hacia el
terreno del parlamentarismo y la concordia con la clase dominante. En
concreto, los dirigentes socialistas estaban completamente persuadidos
que su coalición con la burguesía republicana les permitiría llevar a
cabo las transformaciones democráticas radicales que en Inglaterra o
Francia se habían realizado con las revoluciones burguesas de los siglos
XVII y XVIII: crear las bases materiales de un capitalismo avanzado,
aprobar la reforma agraria, lograr la separación entre la Iglesia y el
Estado, el avance de la enseñanza pública, la modernización del
Ejército, la creación de un cuerpo de leyes que velara por las
libertades de reunión, expresión y organización, la resolución del
problema nacional, especialmente en Catalunya…
Pero una
estrategia semejante tenía contrapartidas: el proletariado
revolucionario tenía que subordinarse a la burguesía republicana hasta
que, en teoría, las organizaciones obreras fuesen lo suficientemente
fuertes dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo
régimen. Sólo entonces se podría hablar de luchar por el socialismo.
Este enfoque etapista defendido por los teóricos del reformismo
socialdemócrata falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo
capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.
En el
caso del Estado español, pero también en Rusia y en los países de
desarrollo capitalista tardío, la burguesía unió muy pronto sus
intereses a los de los viejos poderes establecidos. Nunca protagonizó
una revolución como en Francia o Gran Bretaña. Por el contrario,
recurrió constantemente a acuerdos con las viejas clases nobiliarias con
las que compartía los beneficios de la propiedad terrateniente. La
consolidación del régimen burgués no significó ningún cambio fundamental
para el campesinado. La clase dominante española optó por conservar las
bases de un capitalismo agrario extensivo, latifundista y expropiador
de la masa campesina.
Los
grandes industriales, muy vinculados a la gran propiedad agraria,
utilizaron las ventajas políticas del régimen monárquico para obtener
sus beneficios de los bajos salarios de la clase obrera, de extensas
jornadas laborales y la represión sistemática de los sindicatos,
especialmente de los anarcosindicalistas. La industrialización era débil
y desigual, vastos territorios muy atrasados con otros, como Cataluña y
Vizcaya, que concentraban la parte del león de las industrias
extractivas, siderúrgicas y textiles y, por supuesto, los batallones
pesados del proletariado. Esta configuración del capitalismo nacional
también añadió una fuerte dependencia del capital exterior,
especialmente del inglés y francés, que monopolizaron sectores enteros,
como la minería del cobre, plomo, hierro...
En
definitiva, la aristocracia empresarial y los grandes propietarios
agrarios, muchos de ellos nobles aburguesados, se fundían con los
grandes banqueros, para conformar el bloque dominante de poder, las
famosas cien familias que controlaban la vida económica y política del
país.
La
historia del capitalismo español pronto puso de relieve el carácter
profundamente contrarrevolucionario de la burguesía nacional y su
completa renuncia a liderar consecuentemente la lucha por las demandas
democráticas. Como demostró la experiencia del octubre ruso de 1917 y la
oleada revolucionaria que sacudió Europa tras las Primera Guerra
Mundial, sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar
a cabo la solución de las tareas democráticas y la eliminación de este
bloque de poder que impedía el avance social. Y esta solución implicaba
la lucha por el derrocamiento revolucionario de la burguesía acabando
con su monopolio del poder político y económico.
Las ‘reformas’ del gobierno de conjunción republicano-socialista
El atraso
del capitalismo español se manifestaba en la posición predominante de
la agricultura en la economía nacional: aportaba el 50% de la renta y
constituía dos tercios de las exportaciones. Aproximadamente el 60% de
la población se concentraba en el medio rural, malviviendo en
condiciones de extrema explotación, salarios miserables y sufriendo
penurias periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra
cultivable estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la
mitad sur, el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el
2% poseía el 70%.
La clase
trabajadora, que superaba los tres millones en todo el país, había dado
muestras sobradas de sus tradiciones combativas y de la potencia de sus
organizaciones. No en vano, los campesinos y trabajadores habían
protagonizado tres años de lucha revolucionaria durante el llamado
trienio bolchevique (1918-1920), habían derrocado a la monarquía, y se
agrupaban en grandes sindicatos de masas, la UGT y la CNT, que pronto
sufrieron la radicalización de su militancia de base.
Enfrentados
a una potente clase obrera y jornalera, la burguesía contaba con firmes
aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de
una encuesta elaborada por el gobierno, existían 35.000 sacerdotes,
36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763
monasterios. En total, el número de personas que se englobaba en la
calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de
población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico
ejército de sotanas consumía una parte muy importante de la plusvalía
extraída a la clase obrera y al campesinado. La Iglesia era un auténtico
poder económico: según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la
Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.192 censos.
En cuanto
al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y
oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados
cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel
protagonista en los acontecimientos políticos desde el siglo XIX, y eran
la espina dorsal del aparato del Estado burgués que los empleaba
sistemáticamente en labores de represión del movimiento revolucionario y
en las aventuras colonialistas en el norte de África.
Cuando el
gobierno de conjunción republicano-socialista salido de las elecciones
de junio de 1931 intentó poner en práctica sus promesas electorales,
pronto se dio de bruces contra la realidad del capitalismo español. Su
proyecto de reformas democráticas, manteniendo intacta la estructura
social y económica del régimen burgués, fracasaron mayoritariamente.
Finalmente se plegó a las exigencias de la clase dominante y se enfrentó
duramente a su propia base social, reprimiendo con dureza las
movilizaciones obreras y jornaleras en los años siguientes.
Este fracaso general se puede sintetizar en los siguientes puntos:
1.-
La depuración del ejército. El ministro de la Guerra, Manuel Azaña,
aprobó toda una serie de disposiciones legales para el retiro de algunos
mandos desafectos garantizando su paga de por vida; pero la mayoría de
los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y
a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado,
permanecieron en sus puestos. El gobierno no depuró el aparato militar y
policial de estos elementos, al contrario, premió y promocionó a los
viejos oficiales de la monarquía —como Francisco Franco— a las
posiciones más altas del escalafón militar, mientras que marginaba a los
militares leales a la república.
2.- Las
relaciones Iglesia-Estado. La cuestión de la financiación estatal de las
actividades de la Iglesia católica y los límites al monopolio clerical
de la educación fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo
honor a su extracción de clase, los reconocidos reaccionarios y
republicanos de última hora, Alcalá Zamora —presidente de la República— y
Miguel Maura —ministro de Gobernación—presentaron su dimisión en señal
de protesta durante la redacción de la nueva constitución republicana
que pretendía poner coto, muy tímidamente, al poder eclesiástico.
La
enseñanza constituyó otro gran frente de batalla con la Iglesia. El
mantenimiento del monopolio clerical de la educación había arrojado un
saldo de atraso e ignorancia: en 1931 la tasa de analfabetismo del país
superaba el 40%. En la primera semana de mayo de 1931, el gobierno de
conjunción suprimió la obligatoriedad de la enseñanza de la religión. A
finales de ese mismo mes, para luchar contra el analfabetismo, se puso
en marcha el proyecto cultural de las misiones pedagógicas. Pero la
estrella de las reformas fue el ambicioso decreto del 23 de junio de
1931, que aprobó la creación de 7.000 nuevas plazas de maestro y otras
tantas nuevas escuelas, como parte de un plan quinquenal con el que se
pretendía paliar el déficit educativo repartiendo más de 27.000 escuelas
por toda la geografía. Sin embargo, todos estos proyectos quedaron muy
cercenados. La construcción de las miles de escuelas prevista en el
primer bienio sólo se llevó a cabo parcialmente debido a la escasez de
recursos de las arcas municipales y al boicot de los caciques de
siempre. Posteriormente, el gobierno derechista del bienio negro
arrinconó definitivamente estos planes, permitiendo de nuevo a la
jerarquía católica disfrutar de un amplio control sobre el sistema
educativo y anulando cualquier medida reformista contra su poder
económico. En cualquier caso, muchos de los avances educativos del
periodo republicano fueron el resultado del esfuerzo abnegado de las
organizaciones obreras y de sus militantes más comprometidos. Los
ateneos libertarios, las casas del pueblo o las misiones pedagógicas se
convirtieron en importantes centros de cultura en miles de localidades.
3.-
La reforma agraria. La Ley aprobada finalmente en 1932, después de
proyectos a cada cual más descafeinado y constantes concesiones a los
terratenientes y a los partidos de la derecha en el parlamento,
establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el
censo de tierras sujetas a expropiación mediante el pago de
indemnización. Este sistema tenía por base la “declaración” hecha por
los grandes propietarios agrarios, lo cual era una confesión del
carácter extremadamente limitado de la reforma. El proyecto, además,
obviaba el problema de los arrendamientos, que esclavizaba a los
pequeños campesinos a las tierras del amo en Castilla la Vieja,
Extremadura y otras zonas.
La
reforma agraria del gobierno Azaña fue un fiasco en toda regla. “En
1933, ciento veinte años después de que las Cortes de Cádiz aprobasen
las primeras leyes desamortizadoras —escribe Edward Malefakis— la
aristocracia continuaba siendo una importante clase terrateniente. Sus
propiedades que en su mayor parte eran cultivables (...) representaban
más de medio millón de hectáreas en las seis provincias latifundistas
estudiadas (Badajoz, Cáceres, Cádiz, Córdoba, Sevilla y Toledo) (...) La
nobleza poseía de una sexta a una octava parte de toda la tierra
incluida en el Registro de Badajoz, Córdoba y Sevilla. En Cádiz y
Cáceres la nobleza debía controlar algo así como la cuarta parte de las
tierras incluidas en el Registro”. Y continúa: “A finales de 1933,
solamente había instalados 4.399 campesinos en 24.203 hectáreas. No
había una sola provincia en la que se hubiese distribuido una extensión
suficiente de tierras como para alterar significativamente la estructura
social agraria existente. El Estado se había apropiado de 20.133
hectáreas más, propiedad de los participantes en el levantamiento de
Sanjurjo, por la ley de 24 de agosto de 1932, pero en ellas se asentaron
incluso menos colonos”.
4.- Los
derechos democráticos. Las promesas de poner fin a todo el entramado de
leyes reaccionarias heredadas del régimen monárquico, y garantizar de
libertad de expresión, de reunión y de huelga habían sido fundamentales
para ganar el apoyo de las masas del campo y la ciudad a la causa
republicana. Pronto se vio que el gobierno republicano-socialista no
estaba dispuesto a llevar en este terreno ninguna política audaz.
El
derecho a huelga se siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se
modificó parcialmente con el decreto del 27 de noviembre de 1931,
limitando seriamente el derecho a la huelga al establecer que los
Jurados Mixtos, que sustituían a los comités paritarios creados por la
Dictadura, fueran encargados de intentar la conciliación antes de que se
declarase una huelga. Fue un arma legal para reprimir a los sindicatos
más combativos, especialmente a los encuadrados en la CNT, aunque
también se utilizó contra las huelgas campesinas lideradas por los
sectores cada vez más radicalizados de la FNTT (Federación Nacional de
Trabajadores de la Tierra de la UGT).
Ante el
incremento de la conflictividad laboral y las ocupaciones de tierras, el
gobierno republicano-socialista aprobó, el 21 de octubre de 1931, la
Ley de defensa de la República que incluía la prohibición de promover
huelgas políticas y todas aquellas que no hubieran seguido el
procedimiento del arbitraje. Bajo el paraguas de esta ley los mandos de
la Guardia Civil se emplearon a fondo en el asesinato de cientos de
campesinos y trabajadores; posteriormente sería utilizada por la derecha
durante el bienio negro para reprimir con saña al movimiento
revolucionario de octubre de 1934.
5.- En
cuanto a la cuestión nacional y las colonias, el gobierno de coalición
republicano-socialista concedió a Catalunya una autonomía muy
restringida, pero se negó el estatuto de autonomía a Euskadi con el
pretexto de no fomentar el nacionalismo vasco, cuyo carácter
reaccionario y clerical era evidente. Obviamente, la posición
gubernamental ante la cuestión nacional reflejaba, una vez más, las
cesiones al nacionalismo español, y no evitó que el PNV recurriera a un
discurso demagógico para aumentar su influencia. Por otra parte, el
gobierno republicano-socialista siguió gobernando Marruecos como antes
había hecho la monarquía: como una potencia colonialista.
La respuesta del movimiento obrero y jornalero
La
incapacidad de los líderes republicanos y socialistas para satisfacer
las demandas de tierra, trabajo y salarios dignos —incompatibles con el
mantenimiento de las relaciones capitalistas de propiedad—, y sus
concesiones a los poderes fácticos, se tradujeron en un constante y
violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento
jornalero. Para las masas que habían protagonizado el movimiento
revolucionario que derrocó a la monarquía, el advenimiento de la
República tenía que significar una solución a sus terribles condiciones
de vida.
La
represión tuvo escenarios sangrientos: Castilblanco, Arnedo, Castellar
de Santiago, Casas Viejas, Espera, Yeste... en todos ellos los guardias
de asalto y la guardia civil fueron utilizados, por orden gubernamental,
para defender la propiedad terrateniente asesinando a decenas de
campesinos. Las huelgas obreras también se recrudecieron y fueron
acompañadas de una profunda desilusión de las masas. Las esperanzas
depositadas en la República, la confianza en que los ministros
socialistas realizarían reformas progresivas, que las medidas del
gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de
personas, se convirtieron en frustración, rabia y luchas de gran
envergadura. Las huelgas generales se extendieron: Pasajes, los mineros
asturianos, en Málaga, Sevilla, Granada, en la Telefónica… y una gran
mayoría terminaron como en el campo: con decenas de trabajadores
muertos.
La deriva
represiva del gobierno de conjunción era el resultado inevitable de sus
posiciones políticas y su negativa a depurar el aparato del Estado. En
palabras de Julián Casanova: “Utilizaron los mismos mecanismos de
represión que los de la Monarquía y no rompieron ‘la relación directa
existente entre la militarización del orden público y politización de
sectores militares’. El poder militar siguió ocupando una buena parte de
los órganos de administración civil del Estado, desde las jefaturas de
policía, Guardia Civil y de Asalto, hasta la Dirección General de
Seguridad, pasando incluso por algunos gobiernos civiles. Sanjurjo,
Mola, Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco, protagonistas
del golpe de Estado de 1936, constituyen buenas muestras de esa
conexión en los años treinta, como lo habían sido Pavía y Martínez
Campos en 1873. La subordinación y entrega del orden público al poder
militar comenzó desde la misma proclamación de la República. El 16 de
abril llegaba Cabanellas a Sevilla para ponerse al mando de la Capitanía
General de la 2ª Región Militar y declaró el estado de guerra.
Mantenido inicialmente durante casi dos meses, sirvió para clausurar
todos los centros obreros de la CNT, dirigidos, según declaraba el
general en un Bando del 22 de mayo, ‘por una minoría de audaces e
indocumentados, muchos de ellos antiguos pistoleros, profesionales de la
revuelta y del desorden, que en la época de dictadura fueron modelo de
mansedumbre y contención’ (...) Ese tono despreciativo y amenazante con
los sindicalistas y socialistas era muy típico de los militares
encargados de dirigir la represión de los conflictos sociales”.
Cuando el
presidente de la República disolvió las Cortes y fueron convocadas
nuevas elecciones para noviembre de 1933, la reacción de derechas había
reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril,
especialmente entre las capas medias urbanas y sectores atrasados del
campesinado. Agazapada ante los primeros embates de las masas, la
derecha empezó a levantar cabeza, como demostró el intento de golpe de
Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932. Entre la burguesía
española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se
estaba desarrollando en Alemania. El peligro del fascismo se
concretaba.
La lucha contra la amenaza fascista
Con
una diferencia de varias decenas de miles de votos a su favor, los
radicales de derechas de Lerroux junto a la CEDA de Gil Robles se
hicieron con la mayoría de diputados en el Parlamento. A partir de ese
momento la burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria
endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra las
organizaciones obreras, especialmente contra la CNT y la UGT, y
enfrentando militar y policialmente el movimiento huelguístico. El poder
de los terratenientes se fortaleció.
En
definitiva, la burguesía buscó una salida fascista a la crisis social
siguiendo los pasos del triunfo de Hitler en 1933 y de Dollfuss en 1934.
Pero la tensión de los acontecimientos obraba también en otra
dirección: acelerando la radicalización de las masas y de sus
organizaciones. El surgimiento de la izquierda socialista liderada por
Largo Caballero, con una gran influencia en la UGT —especialmente en su
federación campesina— y en las Juventudes Socialistas, era la prueba más
acabada de este proceso. La reacción del movimiento obrero ante el
peligro fascista no se hico esperar: la formación de las Alianzas
Obreras, un intento de frente único proletario, constituyó un ejemplo
inédito en la Europa de los años treinta.
La
izquierda estaba dispuesta a la lucha antes de dejarse aplastar por el
fascismo, y así, la entrada de dirigentes cedistas al gobierno de
Lerroux desató la insurrección proletaria de octubre de 1934. Sin el
levantamiento revolucionario del proletariado asturiano, muy
probablemente se hubiera impuesto un Estado de corte fascista utilizando
la maquinaria del parlamentarismo burgués.
La
represión contra la Comuna asturiana a manos de los futuros jefes
militares del golpe del 18 de julio fue terrible. Cerca de dos mil
muertos en los combates, cientos de fusilados, miles de detenidos y
torturados, a los que sumar decenas de miles de trabajadores
represaliados y despedidos de sus trabajos. Las organizaciones obreras
tuvieron que pasar a la clandestinidad, mientras que la burguesía acabó
por sacar las lecciones últimas de los acontecimientos. Octubre del 34
demostró que no era posible acabar con el movimiento de las masas a
través de la represión “legal” que las leyes republicanas permitían. Se
necesitaba aplastar a sus organizaciones y su capacidad de resistencia.
Era necesario imponer el terror blanco hasta sus últimas consecuencias.
De nuevo la colaboración de clases
Tras
el fracaso de la derecha para estabilizar su gobierno, las cortes
fueron disueltas y se convocaron elecciones para el 16 de febrero de
1936. Los dirigentes reformistas del PSOE y de la UGT, especialmente
Indalecio Prieto y Julián Besteiro, conectaron inmediatamente con las
propuestas de los líderes del PCE para conformar un Frente Popular de
cara a las elecciones de febrero.
Las
nuevas directrices políticas de Stalin, a las que el PCE y el resto de
los partidos comunistas prestaron obediencia, eran muy claras: supeditar
la acción revolucionaria del proletariado a la defensa de la legalidad
republicana, o lo que es lo mismo, a la defensa de la democracia
burguesa. Este nuevo giro de la política estalinista representaba una
ruptura decisiva con los principios de la política leninista sobre la
revolución socialista y su lucha contra la política de colaboración de
clases. Los estalinistas sancionaban una vergonzosa regresión a los
viejos esquemas del reformismo socialdemócrata. Pero una cosa eran los
esquemas políticos de los dirigentes estalinistas y otra muy diferente
la realidad tozuda de la lucha de clases como habían demostrado los
ejemplos de Alemania y Austria: el fascismo, que veía llegar su turno
porque los mecanismos de la “democracia parlamentaria” no eran
suficientes para garantizar el poder y los beneficios de la clase
capitalista, solo podía ser derrotado con los métodos y la estrategia de
la revolución socialista.
El
programa del Frente Popular recogía reivindicaciones democráticas
fundamentales, como la amnistía y la readmisión de los despedidos tras
la insurrección del 34, pero ataba de pies y manos a la clase obrera.
Los partidos republicanos rechazaron expresamente cualquier mención a la
nacionalización de la tierra y su entrega a los campesinos y, por
supuesto, a la nacionalización de la banca y el control obrero en la
industria. También se negaron a establecer el subsidio de paro
solicitado por los partidos de izquierda. En definitiva, se reeditaban
los presupuestos políticos que habían guiado la acción del gobierno de
conjunción republicano socialista del primer bienio, y que habían
asfaltado el camino para que la CEDA triunfase.
Todavía
hoy se justifica la política del Frente Popular en la necesidad de
evitar que las capas medias giraran hacia la reacción. Pero no había
terreno para salidas intermedias ante una crisis social tan profunda: o
la clase obrera se hacía con el poder político y económico, o el capital
movilizaría sus reservas sociales y militares para aplastar durante
décadas a los trabajadores y sus organizaciones. En su texto Adónde va
Francia, escrito en octubre de 1934, Trotsky analiza este fenómeno en
detalle: “...Los pequeños burgueses desesperados ven en el fascismo,
ante todo, una fuerza combativa contra el gran capital, y creen que el
fascismo, a diferencia de los partidos obreros que trabajan solamente
con la lengua, utilizará los puños para imponer más ‘justicia’. (...) Es
falso, tres veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña
burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme a las ‘medidas
extremas’. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña burguesía,
sus grandes masas no ven en los partidos obreros más que máquinas
parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar,
no creen que esta vez estén dispuestos a llegar hasta el final (…) Para
atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe ganar su
confianza (…) necesita tener un programa de acción claro y estar
dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles…”.
La necesidad de una dirección revolucionaria
El Frente
Popular (FP) fue apoyado entusiastamente por los trabajadores en cada
rincón del país. Sin embargo, no todos los componentes del FP veían el
futuro de la misma manera: “Con toda mi alma”, hablaba confidencialmente
Manuel Azaña el 14 de febrero a Ossorio y Gallardo, “quisiera una
votación lucidísima, pero de ninguna manera ganar las elecciones. De
todas las soluciones que se pueden esperar, la del triunfo es la que más
me aterra”. El triunfo de las listas del FP fue tan arrollador que
muchos líderes reaccionarios como Lerroux o Romanones perdieron su acta
de diputado. No obstante, como ocurriera en las elecciones de junio de
1931, sorprende que de los 257 diputados del Frente Popular 162 tuvieran
filiación republicana. Los partidos obreros cedieron a los republicanos
burgueses un protagonismo en las listas que nunca merecieron. En
cualquier caso, el proceso de la revolución socialista encontró en las
elecciones de febrero de 1936 un cauce poderoso para expresarse.
Aprendiendo
de las lecciones del bienio republicano-socialista, las masas no
aguardaron a la acción “legislativa” del parlamento o del gobierno para
imponer sus reivindicaciones. A través de la acción directa
revolucionaria asaltaron las cárceles y liberaron a los presos. Entre
febrero y julio de 1936 se organizaron más de 113 huelgas generales y
228 huelgas parciales en las ciudades y pueblos de toda España. En las
ciudades, los comités de acción UGT-CNT ocupaban fábricas y empresas y
lograban imponer a los burgueses la readmisión de los despedidos. La
situación en el campo se desbordó: “Los campesinos pasaron rápidamente a
la acción”, escribe Manuel Tuñón de Lara, “(...) En las provincias de
Toledo, Salamanca, Madrid, Sevilla, etc., ocuparon grandes fincas desde
los primeros días de marzo y se pusieron a trabajarlas bajo la dirección
de sus organizaciones sindicales. Una vez que ocupaban las tierras, lo
comunicaban al Ministerio de Agricultura para que legalizase su
situación. Este movimiento culminó el 25 de marzo con la ocupación de
fincas realizada al mismo tiempo por ochenta mil campesinos en las
provincias de Badajoz y Cáceres...”.
La
situación revolucionaria maduraba con rapidez., El doble poder empezaba a
emerger; por una parte, las instituciones de la república burguesa
—cada vez más impotentes en la tarea de frenar la lucha de las masas—
eran abandonadas por los sectores decisivos de la clase dominante que se
preparaban para un golpe militar fascista. Por otro, el tremendo poder
del proletariado y el campesinado, que empujaba a sus organizaciones
hacia una salida revolucionaria y que tenía su exponente más radical en
la izquierda caballerista del PSOE, la UGT y las JJSS, y en las
organizaciones anarcosindicalistas.
Las
condiciones objetivas para el triunfo de la revolución social estaban
plenamente maduras; pero el factor subjetivo, es decir, el de una
dirección revolucionaria consecuente, todavía no. Si el PSOE o el PCE
hubieran tenido una política marxista, auténticamente socialista, basada
en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del
poder; si los dirigentes obreros hubiesen defendido la nacionalización
de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores;
la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los
campesinos para su explotación; la formación de consejos de obreros y
campesinos para ejercer el control y la democracia política; el derecho
de autodeterminación para las nacionalidades históricas y la
independencia para las colonias (especialmente Marruecos)... En
definitiva, si hubieran defendido un programa como el de Lenin y los
bolcheviques en 1917, habrían encontrado el respaldo unánime de la clase
obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población,
conjurando la amenaza del fascismo.
Revolución y contrarrevolución
Cuando
Azaña fue elegido presidente de la República y una mayoría de miembros
de los partidos republicanos coaligados en el Frente Popular coparon las
carteras ministeriales, el objetivo de estos fue restablecer el
“equilibrio” capitalista en medio de una situación extrema de
polarización social y política. Rearmando a los guardias de asalto y
dando instrucciones concretas a la guardia civil, el gobierno Azaña
intentó impedir a toda costa la revolución: no dudó en reprimir el
movimiento de las masas y logró que las cárceles, vacías de presos
políticos tras las primeras jornadas de febrero, fueran llenándose con
militantes sindicalistas y anarquistas.
Mientras,
la burguesía ya había decidido la partitura que interpretaría. Pocos
días después de la formación del gobierno y con Franco ya destinado a la
división militar de Canarias, se celebró una reunión a la que
asistieron él mismo, los generales Mola, Orgaz, Varela, González
Carrasco, Rodríguez del Barrio y el teniente coronel Valentín Galarza,
para acordar los planes del alzamiento. Todo este movimiento de sables,
que contaba con el respaldo de la burguesía, no permanecía secreto
dentro de las paredes de las casas de oficiales y cuartos de bandera.
Eran constantes los rumores y las informaciones que revelaban la
existencia de estos planes. ¿Qué hizo la República, presidida por el
“progresista” Azaña para conjurar esta amenaza? Nada, absolutamente
nada.
Julio
Busquets, reconocido dirigente de la Unión Militar Democrática en los
años de la Transición, explica el comportamiento del gobierno
republicano en aquellos días decisivos: “Cuando
el golpe de Estado era inminente y la Unión Militar Republicana
Antifascista (UMRA) había hecho acopio de toda la información al
respecto, se entrevistaron con Casares Quiroga, jefe del gobierno, para
exponerle la gravedad de la situación y exigirle una respuesta
inmediata. La reunión tuvo lugar el 16 de julio y se le pidió que
aplicara las siguientes medidas:
1) Pasar a
disponibles forzosos a diferentes militares entre los cuales se
encontraban los generales Franco, Goded, Mola, Fanjul y Varela, los
coroneles Aranda y Alonso Vega, el teniente coronel Yagüe, y el
comandante García Valiño.
2) La
rápida inspección de todas las guarniciones por parte de delegados
gubernativos, que informasen a la tropa de los graves riesgos de
insurrección.
3)
Creación de seis unidades especiales con personal y mandos de total
confianza, con sede en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza,
Bilbao, destinada a abortar cualquier insurrección militar en sus zonas
de influencia.
4) La detención inmediata y depuración de los miembros sospechosos de pertenecer a la Unión Militar Española (UME).
5) Disolución del ejército, en último caso, con el fin de abortar el golpe. (...)
Confundiendo
deseos con realidades, Casares Quiroga afirmó que no había peligro de
insurrección y se negó a aplicar ninguna de las medidas que le planteó
la UMRA. Argumentó que éstas pondrían verdaderamente en contra de la
República a todo el Ejército y que lo que pretendían los militares de la
UMRA era desplazar a los militares citados en el escalafón para
ocuparlo ellos. Obviamente, Casares Quiroga temía en ese momento más una
insurrección revolucionaria de izquierdas que un golpe de derechas...”
Los
preparativos militares en los cuarteles se combinaban con las acciones
terroristas de las bandas fascistas de la Falange, especializadas en
asesinar obreros y atacar los locales de los partidos de izquierda y los
sindicatos. Finalmente, el 17 de julio la Guarnición de Marruecos se
levantó en armas y el resto de las guarniciones militares telegrafiadas
por Franco prepararon todos los operativos. Aunque el gobierno
republicano tenía un conocimiento exhaustivo del levantamiento militar,
se negó en redondo a tomar ninguna medida para evitar su extensión:
durante 48 horas dejaron todo el terreno libre a los golpistas —sin
movilizar las fuerzas leales del ejército ni impartir una sola orden—
mientras se negaban a armar al pueblo.
Lo
que siguió fue la lucha heroica del proletariado y los campesinos
pobres contra las fuerzas de la contrarrevolución. La derrota de los
golpistas en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Gijón, etc., gracias a
la resistencia armada de los obreros y campesinos anarquistas,
socialistas, comunistas, poumistas, que desoyeron los consejos
traicioneros del gobierno republicano y pasaron por encima de la
política paralizante de sus direcciones, abrió una nueva etapa.
Los
obreros en armas incautaron la propiedad de los capitalistas y se
hicieron con el control de las fábricas, ocuparon la tierra y la
colectivizaron. El poder real pasó a las manos de cientos de comités
revolucionarios que se establecieron en todos los territorios donde el
golpe fracasó: derogaron los gobiernos municipales republicanos,
sustituyeron la justicia burguesa por tribunales revolucionarios
integrados por representantes de las organizaciones proletarias,
acabaron con la policía republicana que fue reemplazada por las
Patrullas de Control de milicianos armados que velaban por el nuevo
orden revolucionario. Se organizó el poder militar de la clase obrera
sobre la base de las milicias... En definitiva, de las ruinas de la
democracia burguesa, y empujado por el golpe militar, surgió el embrión
de un nuevo poder obrero y socialista.
En los
tres años siguientes de guerra y revolución, el proletariado y los
campesinos que habían demostrado un instinto revolucionario y un
heroísmo sin parangón en los campos de batalla, no dispusieron de una
organización capaz de completar con éxito lo que habían logrado
conquistar el 19 de julio. Carecieron de un partido bolchevique como en
Rusia durante octubre de 1917. Los dirigentes reformistas de la
izquierda, encabezados por el estalinismo, se esforzaron con todos los
medios a su alcance por eliminar las realizaciones revolucionarias de
las primeras semanas.
Bajo la
consigna de la “defensa de la República”, y con la llave del suministro
de armas que Stalin abría y cerraba en función de sus intereses, los
gobiernos del Frente Popular reestablecieron el viejo aparato del Estado
burgués en territorio republicano. Con el pretexto de conseguir el
apoyo de las potencias “democráticas”, de Francia y Gran Bretaña, que
por otra parte habían ideado la traicionera política de la no
intervención, se eliminó cualquier rastro de la revolución: las
colectivizaciones, el control obrero de la industria y las milicias
obreras. El Ejército republicano distaba mucho de ser un ejército rojo
para luchar por el socialismo con una política internacionalista, la
única forma de vencer al Ejército franquista respaldado por Hitler y
Mussolini. A pesar del heroísmo de cientos de miles de combatientes y la
entrega desinteresada de los brigadistas internacionales, la política
del gobierno arruinó todas las posibilidades de victoria. Al cabo de
tres años, la contrarrevolución fascista no sólo suprimió la República,
asesinó a cientos de miles de los mejores luchadores de la clase obrera y
aniquiló sus organizaciones, estableciendo las bases para una dictadura
sangrienta.
Las
lecciones de la II República son una fuente de inspiración inagotable, y
deben ser estudiadas con atención por la nueva generación de jóvenes y
trabajadores que abrazan las ideas del socialismo. De ellas se desprende
una conclusión inequívoca: sólo hay una República por la que merezca la
pena luchar ¡la República Socialista de los trabajadores!