Podría decirse que Enrique Martínez Reguera tiene 67 hijos. Entre ellos hay historias de éxito y fracaso con un denominador común: todos tuvieron una oportunidad gracias a él. La vida ha dado muchas vueltas desde que Enrique decidió consagrar su hogar y su vida a cuidar a niños desfavorecidos, en situación de calle, conflictivos, huérfanos, nacionales y extranjeros. A sus 83 años, él se mantiene crítico y activo, pero es consciente de que, aunque quisiera, hoy el sistema no le permitiría ayudar como lo hizo.
La historia de Enrique permite entender cómo ha cambiado la suerte de los menores de edad que por una razón u otra están bajo tutela del Estado. A su juicio y tras más de 50 años de experiencia -y rebeldía- en la materia, el trato de las instituciones hacia los niños que están solos se ha ido deshumanizado y mercantilizado. Desde el franquismo, cuando el monopolio asistencial estaba en manos de Falange y Auxilio Social, el sistema se ha transformado en una especie de “negocio en el que no priman los más vulnerables”, asegura.
Corrían los años 70. Por entonces el maestro Enrique compaginaba la dirección del Colegio Mayor Universitario Pio XII con sus estudios de filosofía y psicología. Pero hacía tiempo que en su fuero interno sentía ganas de trabajar con chavales vulnerables. Pasó de las palabras a los hechos en el barrio chabolista de La Celsa, por entonces uno de los puntos más conflictivos y damnificados por la droga de Madrid, del que ya solo queda el recuerdo (fue demolido en 1999). Allí se ofreció para ayudar en el colegio público. Poco a poco fue labrándose la confianza y el reconocimiento de las familias payas y gitanas que allí sobrevivían. Rápidamente las Juntas de Protección de Menores, entes provinciales que se encargaban de las labores de tutela, se fijaron en su capacidad para trabajar y organizar excursiones, partidos de fútbol y otras actividades en aquel entorno difícil.
A pesar de las limitaciones, en aquella época el sistema era más flexible y cercano, “y eso que de origen esto era una cosa absolutamente falangista”, recuerda. A Enrique primero le propusieron cuidar en su casa a niños internados y rebeldes. Aceptó y, casi de inmediato, comprobó que con paciencia, hogar y cariño; los pequeños se transformaban.
El trabajo de Enrique llegó a oídos de un juez de menores, y este le propuso cuidar también a niños de reformatorio. Enrique aceptó, pero estableció la condición de que en su casa, por entonces un piso de Vallecas (Madrid). Era él quien establecía las normas, requisito que hoy las instituciones públicas no admitirían. Probaron y el resultado fue un éxito. Le decían que aquellos eran niños “peligrosísimos”, pero la situación nunca se desbordó. Pronto fueron surgiendo nuevos grupos y hogares de acogida para niños con situaciones similares a las de los “hijos” de Enrique.
Después de la Transición, la Democracia. “Recuerdo que la gente que estaba en estos temas decía ‘¿y ahora qué van a hacer con todos los de Falange y Auxilio Social?", rememora.
La trampa
Llegaron los años 80, y con ellos la heroína y los cambios en la legislación de menores. Los chicos de Enrique empezaron a engancharse. Por su casa pasaron “chiquillos muy conocidos en la época” -por su historial de robos- como El Guille, El Gasolina y El Mosque, interpretado por Luis Martínez en el filme Perros callejeros. “Sentían que nadie estaba con ellos en la vida, pero en cuanto veían que alguien se ponía de su parte, empezaban a cambiar”, explica. Aquellos chavales llegaban “totalmente rotos”, pero él veía en ellos “gente prodigiosa”. No pocos murieron de sobredosis, en medio de tiroteos, enfermos de sida o en accidentes de moto. “Un mes de enero enterramos a diez niños de en torno a 15 años. Me desanimé mucho, pensé que ya no podía soportarlo más”.
A esos días difíciles se le sumaron turbulencias en materia legal. Hasta ese momento, “las instituciones habían reconocido nuestra labor, jueces, fiscales y Juntas de Protección nos lo ponían fácil”, asegura Enrique. El Gobierno de Adolfo Suárez empezó a ensayar el Estatuto del Menor, promulgado una década después bajo el nombre de Ley de Protección Jurídica del Menor. “Esa ley puso todo en manos de la administración de las Comunidades Autónomas”, explica.
Enrique y otras personas con experiencia en el cuidado de niños desfavorecidos participaron en la elaboración del Estatuto del Menor. Durante un año acudieron de forma regular al Ministerio de Justicia. Pero aquel esfuerzo fue en vano: el gobierno de Felipe González hizo caso omiso de sus recomendaciones y lo sometió a los dictados de Interpol, similares para todos los países de la Unión Europea. Años después, el Gobierno socialista promovió la implantación de esa misma ley entre los países de América Latina -“en Argentina y Brasil incluso utilizaron los mismos carteles de propaganda que aquí sobre el estatuto del menor”-, pero esa es otra historia.
El "negocio" de los niños conflictivos
La atención a niños en situaciones difíciles “se convirtió en un tremendo negocio”, un asunto rentable para políticos, empresas y organizaciones supuestamente no lucrativas, sostiene Enrique. “Se han ido creando intereses, se han multiplicado las organizaciones, fundaciones, empresas públicas y privadas que se dedican a este asunto, y todas tienen intereses”.
A Enrique y otras personas en su situación les impusieron la firma de un convenio con 17 puntos. Enrique los aceptó todos, menos tres. En primer lugar, se le exigía tener un número fijo de plazas, pero él prefería supeditar esa cifra a la situación en casa. "A veces, con seis niños se podía estar bien, otras veces con tres niños ya era difícil", se explica. En segundo lugar, se le obligaba a expulsar a los chavales al cumplir 16 o 18 años, pero Enrique pedía supeditar la decisión al "momento en el que el niño encuentre una salida”.
Por último, el punto más delicado: le explicaron que él tendría todos los deberes de padre, pero los derechos sobre el niño recaerían sobre un funcionario ajeno a su casa y a la vida del menor. “Si asumo los deberes de un padre, necesito los derechos de un padre para representar a los nenes si van a la comisaría, al juzgado, al hospital o a la escuela”.
Acusaciones de secuestro de niños
Enrique se declaró en rebeldía. No acató las exigencias y amenazaron con expulsarle de su casa y denunciarle por secuestro de niños, pero su buena fama y el apoyo de la Coordinadora de Barrios lo impidieron. Enrique siguió ayudando, pero tuvo que hacerlo en condiciones más precarias, sin apoyo económico del Estado. En los 90, mientras él proseguía con su labor, el Gobierno aprobó también dos normas esenciales en esta historia. La primera, la Ley Penal de Menores, que determina que a los niños no se les detiene, sino que se les “retiene”; no se les interroga, sino que se les “explora”.
Ninguna de las dos figuras está contemplada en el ordenamiento jurídico, por lo que su interpretación es “libre” -y no siempre la más favorable al menor-. La segunda, el Decreto sobre los derechos y deberes de los alumnos de centros sostenidos con fondos públicos. A juicio de Enrique, se trata de una norma “perversa” porque “suplanta la pedagogía por el derecho penal”. “La esencia de la pedagogía es la comunión de intereses entre padres, educadores e hijos; se suprime eso y se sustituye por derecho penal: los educadores se convierten en vigilantes”.
El negocio
"Lo que ha fallado es la legislación, que ha permitido y promovido todo esto. Curiosamente, la sociedad lo ha aceptado plenamente, yo creo que por ignorancia”. Actualmente el Estado paga a las Comunidades Autónomas más de 3.000 euros por cada niño bajo tutela. Al mismo tiempo, los Centros de Menores registran algunos de los sucesos más vejatorios del presente, con ejemplos como el Centro de Menores de Hortaleza (Madrid), conocido por sus casos de malos tratos y suicidios, o el de La Purísima (Melilla), en el que un educador fue detenido por apuñalar a un menor, entre otros problemas.
A ojos de Enrique, el principal problema está en que “prevalecen los intereses económicos”. La legislación española concede a jueces y fiscales de menores la potestad para intervenir ante casos de abandono o maltrato, por ejemplo. Sin embargo, debido a que no siempre la Justicia actúa con rapidez, las Comunidades Autónomas tienen autoridad para decidir qué hacer con estos niños y jóvenes menores de edad. “Deberían asistir y después poner esa autoridad en manos de los jueces, pero la ponen en manos de fundaciones, organizaciones, empresas públicas y privadas con notorio afán de lucro”, opina Enrique en alusión a la gestión autonómica. “Estos niños no necesitan encierros inútiles, sino papeles que reconozcan su existencia legal (…) Los niños son materia de consumo de todas estas instituciones”, sentencia.
Otro de los problemas que enfrentan estos menores reside en la doble función de la Fiscalía de Menores, contemplada en la Ley de Protección Jurídica del Menor. La Fiscalía se encarga de defender los intereses de los niños, al mismo tiempo que ejerce de parte acusadora. Tras varias décadas implicado en el cuidado de niños y jóvenes desfavorecidos, Enrique afirma que el talante del fiscal de menores resulta determinante en estos casos, para bien y para mal. A veces la suerte está de parte del menor, opina Enrique, y cita el caso del fiscal Félix Pantoja, “un hombre entrañable muy interesado por los niños, que defendía sus intereses”. Como ejemplo contrapuesto, menciona el idilio de 13 familias a las que conoció recientemente en Mallorca y que han perdido la custodia de sus hijos. “Estas familias tachaban las decisiones del fiscal de mafiosas, le tenían pánico, y yo no puedo dar esa opinión, pero creo que en el Estado alguien tiene que investigar. ¿Y si fuera cierto lo que dicen esas familias?”, concluye.
Cada cierto tiempo, los medios se hacen eco de imágenes que muestran el estado de hacinamiento y desprotección de niños y jóvenes bajo tutela del Estado, a pesar de los recursos públicos que se destinan a los centros de menores, tanto gastos fijos como gastos variables en función del número de niños atendidos. “Puedo estar equivocado”, reconoce Enrique, antes de afirmar que esta aparente contradicción “se debe fundamentalmente a que los recursos que el Estado dice que dedica a los niños, en realidad terminan engrosando los intereses de estos gestores y empresas que administran el hambre ajena”. La otra cara de esta moneda la componen numerosas personas y grupos anónimos que trabajan al margen de los cauces oficiales, sin visibilidad mediática y sin apoyo del Estado.
La historia no termina
Enrique sigue viviendo en el mismo piso de Moratalaz por el que han pasado sus 67 hijos, que de vez en cuando le visitan solos o acompañados “incluso de nietos y biznietos”. Es autor de varios libros, uno de ellos de reciente actualización, Por si llegas a leernos, querido Walter (Editorial Popular), sobre la desesperada y kafkiana batalla legal de unos padres cameruneses a los que el Gobierno de Cantabria les quitó la custodia de su hijo por error, y que llevan nueve años sin poder verle.
La casa de Enrique es un pequeño museo repleto de recuerdos de Brasil y cuadros que ha pintado a lo largo de los años. Pronto espera encontrar un lugar en el que exponerlos ante el público, una ocasión que quiere aprovechar para reunir a su particular familia. “Estoy muy contento con la aventura que he vivido”, concluye Enrique, consciente de que la aventura no ha terminado.
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* Este reportaje forma parte de la serie Radiografía de los menores migrantes, elaborada por Público en colaboración con PorCausa.