martes, 3 de junio de 2014

Las desterradas hijas de Eva

Cuando hablamos de memoria histórica, rápidamente pensamos en las atrocidades cometidas durante la guerra civil y las primeras etapas del franquismo. Quizá algunos también piensen en los grandes hitos políticos posteriores, como el Proceso 1001, los últimos fusilamientos de la dictadura o el asesinato de los abogados de Atocha. Pero casi nadie piensa en el terror social que implantó la burguesía, más allá de las penurias propias de la posguerra y la rancia moral católica que impregnó todos los aspectos de la vida. Y esto es así porque la historiografía oficial cuenta machaconamente que desde principios de los 60 el régimen inició un proceso aperturista que culminó con una modélica transición democrática, capitaneada por grandes prohombres como Adolfo Suárez y Juan Carlos de Borbón. Falacias que tratan de ocultar la realidad de tres décadas convulsas, donde un resurgido movimiento obrero fue capaz de organizarse y tumbar una de las dictaduras más feroces del siglo XX. Y de paso esconder que esa supuesta modélica transición precisó de la traición de los dirigentes políticos de la clase trabajadora para imponerse (con Santiago Carrillo y Felipe González a la cabeza), y que tuvo que ser apuntalada con el silencioso genocidio de la heroína y el mito de la inseguridad ciudadana para conseguir que todo quedara atado y bien atado. Fueron los años en los que mientras Madres Contra la Droga se enfrentaban a narcotraficantes, policías y políticos (gracias a su lucha existe la red de asistencia a personas drogodependientes que el PP está desmantelando), Tierno Galván gritaba aquello de “el que no esté colocado, que se coloque”.

En toda historia siempre están los olvidados entre los olvidados, los que ni siquiera han podido contar a los suyos su historia. Papel que la sociedad capitalista patriarcal suele otorgar a las mujeres pobres. Sobre ellas habla “Las desterradas hijas de Eva”, de Consuelo García del Cid. El libro, tomando como base el testimonio de las víctimas, relata el brutal maltrato sufrido por miles de niñas a manos de la Sección Femenina de Falange. Esta escoria organizó los llamados preventorios (en funcionamiento hasta 1975), donde se internaba a niñas reclutadas en colegios con la excusa de prevenir enfermedades como la tuberculosis y que se vendían a las familias más humildes como si fueran una especie de colonias infantiles de esparcimiento y prevención sanitaria.

También relata las barbaridades cometidas por el Patronato de Protección a la Mujer, que tutelaba a jóvenes de entre 16 y 25 años al ser consideradas “caídas o en riesgo de caer”. Dirigido por Carmen Polo y el obispo de Madrid-Alcalá, funcionaba como un elemento controlador de la moral pública, principalmente dirigido a las adolescentes de familias sin recursos. Aunque cualquier joven rebelde o inconformista podía acabar en sus manos. Al Patronato se llegaba a través de redadas callejeras, denuncias de familiares, de vecinos, de maestros o en caso de abandono. Muchas chicas del servicio doméstico terminaron bajo su tutela por no acceder a las pretensiones de los señoritos. El mayor de los delitos era el embarazo fuera del matrimonio (con lo que el Patronato era una magnífica solución para encubrir violaciones). Las jóvenes eran encerradas en reformatorios gestionados por monjas, donde eran torturadas física y psicológicamente. Trinitarias, Terciarias Capuchinas, Oblatas, Adoratrices...La tétrica silueta de una monja simboliza a la perfección el terror fascista en nuestro país.

Allí sufrían una absurda disciplina cuartelera, aislamiento en celdas de castigo, hambre, palizas, trabajos forzados para empresas como El Corte Inglés , todo tipo de vejaciones...Muchas se suicidaron, todas quedaron marcadas de por vida ante tal derroche de caridad cristiana. Un horror que perduró hasta 1983.

Especialmente salvajes fueron el reformatorio de San Fernando y la Maternidad de la Almudena Peña Grande, gestionados por las Cruzadas Evangélicas (congregación que a día de hoy sigue gestionando centros para madres solteras, residencias de ancianos y colegios). Peña Grande era un reformatorio para madres solteras. Estas fanáticas consideraban el parto como una continuación del pecado, por lo que ponían todo su empeño en hacer que fuera lo más doloroso y traumático posible. A muchas de estas jóvenes les robaron a sus hijos, vendidos a parejas pudientes. Estos reformatorios surtían al entramado de compra venta de bebés del que formaba parte gentuza como Sor María y el doctor Vela. Al centro, de vez en cuando venían parejas a ver a los niños, como si se tratara de un supermecado. También se hacía desfilar a las internas frente a varones pretendientes, para que éstos eligieran esposa. Otras terminaron en burdeles llevadas allí por policías que prometían que iban a ayudarlas a fugarse del reformatorio. Un entramado miserable, vil y corrupto, como la moral nacionalcatólica de sus impulsores.

Días de antigua moral que parecen volver (LOMCE, Ley de Seguridad Ciudadana, Ley del Aborto...) pero que en realidad nunca se fueron del todo. La claudicación ante el capital de los gobiernos del PSOE supuso no sólo la impunidad de asesinos y torturadores y que nadie tocara a las fortunas creadas bajo el yugo y las flechas. Tampoco se depuró de fascistas el aparato del estado y nunca se denunció el concordato con El Vaticano. La Iglesia mantuvo sus privilegios y la religión no salió de las aulas. Las congregaciones religiosas campan a sus anchas en unos servicios sociales privatizados. Y sectas como el Opus Dei siguen infestando todos los aspectos de nuestra vida (ocupan ministerios, cátedras universitarias, juzgados, controlan el Banco de Alimentos, etc).

Es cierto que la conquista de las libertades democráticas trajo enormes avances sociales. Pero también lo es que muchos piensan que todo cambió para que no cambiara nada. Por ejemplo, la filosofía subyacente al funcionamiento de los reformatorios sigue vigente en nuestros centros de reforma y centros terapéuticos de menores: la anulación de la persona a través de una disciplina espartana, el maltrato y la humillación permanente (en estos sitios siguen suicidándose demasiados niños). Aunque ahora lo justifican como científica reeducación en lugar de como tarea evangelizadora. Los términos “díscola”, “rebelde” o “débil mental” que poblaban los informes del Patronato de Protección a la Mujer y del Tribunal Tutelar de Menores han sido sustituidos por “oposicionista-desafiante”, “disocial” o “hiperactivo” en los informes de las consejerías de las comunidades autónomas. Incluso las “putas” ahora presentan una “promiscuidad patológica” o una “sexualidad desacorde con su edad”.


Hasta el robo de bebés sigue presente. Los abusos en la retirada de tutelas son frecuentes. E incluso el Servicio de Menores de la Xunta de Galicia en Lugo está bajo investigación judicial por la retirada arbitraria de tutelas para dar a los bebés en adopción. Según denuncia El País (16/06/2013), estarían implicados policías, proxenetas, médicos, trabajadores sociales y las Hermanas Terciarias Franciscanas del Rebaño de María, que gestionan el Hogar Madre Encarnación, residencia para madres y niños desamparados. El mismo modus operandi y las mismas víctimas: mujeres sin recursos, víctimas de violencia de género, mujeres prostituidas e inmigrantes sin red de apoyo social. Muchas cruzadas de Cristo siguen con su lucrativa tarea hoy día. En la Comunidad de Madrid el 75% del dinero público destinado a ayudar a madres lactantes termina en manos de organizaciones ultras como ProVida. Como dijo aquel, la única iglesia que ilumina es la que arde.