jueves, 6 de enero de 2011

Hogares de acogida

A continuacion reproducimos un capitulo del libro Con los niños no se juega, de Enrique Martinez Reguera, que nos ayuda a entender mejor lo que pasa en los centros de proteccion y los motivos del maltrato institucional (se centra en los pisos tutelados, no ya en los nuevos hospicios a los que aspira la Comunidad de Madrid).

HOGARES DE ACOGIDA

Cuando se crearon las Comunidades Autónomas yo llevaba muchos años conviviendo en casa con niños de tutela y de reforma y las instituciones de aquel entonces me consideraban experto en el tema. Cierto día, el político de turno del recién estrenado organismo tutelar me llamó y me dijo que, conforme a la nueva política de menores, o firmaba un convenio con la Administración o tenia que cambiar de trabajo. Me pareció saludable que el Estado quisiera supervisar labores no siempre bien realizadas y allá me fui dispuesto a firmarlo. Estuve de acuerdo en todas las condiciones que ponían, excepto en dos…que también por su parte resultaron ser las dos únicas innegociables:

Primera condición: a partir de aquel momento no se nos encomendarían niños sino que se nos contratarían plazas disponibles, como si nuestra convivencia educativa con los niños fuera asimilable a disponer de camas en una pensión.

Al crear un hogar funcional, igual que cuando una familia acogedora se ofrece a atender a algún niño, jamás debieran ofertar “plazas”, porque ni los educadores ni los niños son predecibles como las plazas. Las plazas son cosas, ellos no: a veces podrán atender a varios chiquillos haciéndolo muy bien y a veces, solo con uno o dos, notarán que la conflictividad les desborda, porque ni los niños son idénticos, ni lo son los educadores, ni los momentos cambiantes y distintos que unos y otros puedan atravesar.

¿Quién debería decidir entonces el que un niño ingrese en un hogar?: sin duda los que han constituido ese hogar. Porque no atienden “plazas libres” como si fuera una pensión o un almacén, sino personas, y además las atienden en asuntos tan delicados como la crianza y la educación. Sólo ellos pueden saber de verdad, en vivo y en directo, cuando es oportuno y cuando no, recibir en la casa a un niño. Lo propio de las instituciones es diseñar y ofertar programas, pero esos programas han de irse acoplando a la realidad; y esos niños y esos educadores son realidades a tener muy en cuenta; de lo contrario, las personas terminan sacrificadas al diseño del programa, como materia de uso y consumo.

Y lo mismo que digo del ingreso lo digo del traslado. Cualquier hogar, no es un mero presente puntual, transitable como una estación de ferrocarril, sino que, partiendo del pasado que han vivido sus miembros, trata de generar arraigo para enraizar un futuro en común. Como en cualquier otra familia será, pues, necesario crear vínculos e ir reelaborando en común la biografía de todos sus miembros. 

El que la Administración decidiese el ingreso o el traslado de los niños o de los educadores, sin contar sobre todo con ellos, sería absurdo. En los demás hogares que pueblan nuestro país, ¿quién determina los encuentros y desencuentros entre padres e hijos, sino ellos mismos? ¿quién entre abuelos o hermanos o amigos? ¿se atrevería alguien a exigirnos, en nuestra propia casa, la continuidad o discontinuidad de las relaciones que debamos mantener? Y en caso de que algún entrometido lo pretendiese, ¿alguien le prestaría la mas mínima atención?

Y ¿cuándo deberían abandonar su“plaza” esos niños?: pues como en cualquier otra familia, cuando se les haya buscado prudente salida y con futuro.

Me parece muy razonable que las instituciones que trabajan con la infancia pongan un tope a lo que ellas han de subvencionar: por ejemplo, subvencionar la permanencia en los hogares solamente hasta los 16 o 18 años. Aunque en la actualidad, en el común de las familias, la edad media de emancipación sea muy superior. Pero ese tope que hayan de poner no contradice el hecho de que haya niños que puedan marcharse mucho antes sin riesgo alguno, u otros que deban seguir porque les conviene. Y ¿quién puede saber cuando llega ese momento?: sobre todo los que lo protagonizan, porque ellos mejor que nadie saben cuando es posible y oportuno. Ellos y todos aquellos que pudieran quedar implicados en esa decisión, por ejemplo la familia biológica, que en definitiva es quien suele recibir a los chicos, cuando las instituciones se los devuelven y en las condiciones que retornen, no siempre las mejores.

Segunda condición en discordia: debíamos asumir todos los deberes de crianza como cualquier padre, pero se nos negaban los correspondientes derechos para cumplir tales deberes, particularmente el derecho de representación.

Desde siempre, cuando unos padres por circunstancias de la vida tuvieron que ausentarse o reducir su atención al propio hogar, han acostumbrado encomendar el cuidado de sus hijos a un pariente próximo o a otras personas que ofrezcan absoluta confianza, o incluso a una institución publica o privada, aun a riesgo de que estas instituciones o personas les puedan defraudar; lo que será menos probable si han tenido cuidado de elegir bien al mandatario.

De hecho, las Leyes siempre aceptaron y siguen aceptando como legítima esta encomienda o mandato, que puede hacerse verbalmente o mediante documento privado o ante notario. Y el mandatario deberá cumplir rigurosamente aquello a lo que se compromete.

Cuando unos padres hacen esta encomienda, están haciendo, de hecho y en derecho, entrega del cuidado de sus hijos y por consiguiente, delegando en el mandatario el ejercicio de sus propios deberes y derechos respecto a ellos, mientras dure el encargo. Y es lógico, porque quien se hace cargo de los niños y asume unas obligaciones, tendrá que gozar de los correspondientes derechos para poderlas cumplir, y si se le considera capaz y responsable para cumplir con unos deberes por qué  no habría de considerársele capaz también para tomar las decisiones que convengan.

Sin embargo, cuando los “hogares funcionales” hacen un convenio con las Comunidades, para hacerse cargo de los niños, la Administración interpreta que sólo cede los deberes, pero que se reserva el derecho a tomar todas las decisiones, hasta en los detalles; como si esa toma de decisiones fuera algo intransferible, indelegable. Como si el derecho de supervisión y vigilancia no le fuera suficiente a la Administración.

Ese tajo radical entre derechos y deberes, digno del más atrabiliario estatismo, arrastra las peores consecuencias que siempre, siempre, pagan los niños. Por la sencilla razón de que si las familias tienen necesidades e intereses, la institución tutelar también puede tener sus propias prioridades; pero como se reserva el derecho de decisión, termina sacrificando los intereses del niño a sus propias urgencias, conveniencias o comodidades. Y esto, hecho en nombre del “interés prioritario del menor”, amén de ser una injusticia, es un sarcasmo.

De los niños cuya tutela conservan los padres, a ellos corresponde ejercer todos los derechos y deberes y sólo ellos pueden delegarlos. Y tratándose de niños cuya tutela esta ya en manos de la Administración, también ella podría delegar las responsabilidades, en vez de actuar como si tales responsabilidades fueran indelegables. Nunca lo fueron y no tienen por qué serlo ahora.

Hace algún tiempo conocí el caso de dos hermanos, retirados de su familia porque la atención que les podían prestar sus padres era insuficiente. Ocurrió que en el centro a donde les enviaron, la desatención, incluso sanitaria, todavía era peor y en consecuencia los niños que ya eran mayorcitos y no se achantaban, se escaparon; pero no podían regresar a su familia, porque, si lo hacían, les atrapaban. Les metieron entonces en un centro interno, privados de libertad, sin condena pero en la cárcel. Como los niños tienen un enorme sentido de la justicia y estos eran atrevidos, pese al encierro también se escaparon. Y después de mucho trasiego de capturas y fugas, por ser tan molestos, terminaron olvidados. Fue entonces cuando tuve noticia de ellos; llevaban meses en la calle.

Oficialmente no podían contar con la protección de su familia, porque les habían retirado la tutela y tampoco podían contar con la protección oficial porque de hecho les dejaba en la calle: seguían, pues, en mayor desamparo. Fue notificado a la fiscalia a quien corresponde velar por los intereses del menor y en consecuencia, ni convenio ni flautas, no había mas alternativa: o prestaba la Administración el servicio dignamente o tendría que encajar el que se lo prestaran los ciudadanos, en el ejercicio del derecho y deber de socorro.

Ese es el núcleo de la cuestión: los organismos tutelares ¿deben gozar del monopolio en la protección de los menores? O por el contrario ¿son servicios que también caen bajo la ley y cuya calidad debemos vigilar los ciudadanos?

Añadiré algo sobre la conflictividad que a veces se produce en los hogares de acogida:

Una educadora de un piso donde tutelan menores, me contaba lo que les acaeció en casa: Al parecer se trata de un hogar de una ONG, en donde residen cuatro chicos y dos chicas de entre doce y diecisiete años. Según explicó mi comunicante, el supuesto hogar infantil presenta fallos garrafales, por ejemplo no existe una persona que asuma la responsabilidad última sobre la buena crianza de esos muchachos, lo que en cualquier familia hacen habitualmente los padres; al contrario, cual si se tratara de una guardería o de un hospicio, cuatro educadoras contratadas por horas, trabajan en turnos de tres días y aun encima no existe comunicación alguna entre los turnos sucesivos. 

Uno de los chicos que ya tiene dieciséis años venía arrastrando desentendimiento y frecuentes roces con la responsable de uno de esos turnos. Y como nunca encontraban momento para sentarse juntos, analizar lo que les ocurría y resolverlo, que en eso precisamente consiste su tarea educativa, pues la tensión fue a más y a más, hasta que finalmente un día el chiquillo perdió los nervios y estalló  y hubo insultos y empujones. 
Las educadoras se asustaron muchísimo porque viven bajo un clima de miedo a los niños, ese miedo que nuestra sociedad se empeña en cultivar. Y de miedo a las Instituciones, máxime sabiéndose meros peones, desposeídas por la propia Administración de cualquier autoridad ante los chicos. Cabría preguntarse si una persona que tiene miedo a los muchachos está en condiciones de educarles. O si un educador desposeído de los derechos que le corresponden en su ejercicio profesional está en condiciones de defender los derechos de sus discípulos. Pero esto al parecer no le interesa a nadie preguntarlo y menos que se responda. Se contrata personal del modo más eventual, se le paga apenas y asunto concluido.

El caso es que como la pobre educadora se asustó muchísimo y con razón, pues llamó  en su ayuda a la policía, siguiendo lo que ya era una pauta habitual. Es decir, que lo que en principio era un problema educativo y que le competía a ella, lo convirtió en un problema de orden público  que criminaliza al chaval.

Un educador que deriva a manos de la policía su propio esfuerzo por buscar las soluciones que le conciernen, en cierto modo está renunciando a su específica función de educar, hundiéndose en el descrédito que arrastra el chivato. Los conflictos siempre fueron el momento educativo crucial. También en eso se diferencia lo que es educación de lo que es orden público: para el orden público es ideal el que jamás surjan conflictos, en cambio para la educación y el aprendizaje personal, el conflicto es materia de trabajo. Quien aprende a poner bridas a los conflictos menores evita que surjan los mayores. Conseguir educar no es lo mismo que conseguir controlar y someter, ni ser maestro es lo mismo que ser guardia.

Bajo la perspectiva del guardia, los incidentes educativos se convierten en problemas de orden público: derivan lo que es competencia personalísima del educador, en competencia impersonal del Estado. Y el educador se ve impelido a funcionar como un simple agente de la fuerza pública, pero sin fuerza, es decir, en un mero denunciante o como dicen los chiquillos, en un chivato, ¿nos podrá extrañar que los chavales estén poniéndoles siempre a prueba?, ¿cómo se puede suplantar labor tan delicada como es la crianza y educación, por contratas eventuales de empresas de control social? Los muchachos se van entrenando en el duro oficio de ser clientes habituales de comisarías, juzgados y reformatorios: el método les va configurando en el papel que se les asigna. Jamás he visto en ningún lugar postergación y desdén semejante hacia las labores de educación y crianza.

En resumidas cuentas, conforme a esa normativa, los niños que llaman de riesgo, hace tiempo que han dejado de ser personas para convertirse en mercancía almacenada en “plazas libres”.

No estoy cuestionando el derecho del Estado para supervisar con el máximo rigor las delicadas labores de crianza y educación; al contrario, me parece que se siguen realizando de manera muy torpe e insuficiente; pero controlar más y mejor jamás debiera suplantar la función de los educadores, ni ignorar su preparación específica, ni negar su dignidad, ni convertirles en meros ejecutores de disposiciones administrativas como si estuvieran bajo el más puro y duro estatismo burocrático.  

Con la legislación actual “parece” imposible ocuparse en el cuidado de menores de tutela o reforma, si no es a través de un “convenio” firmado con la Comisión correspondiente. Incluso para intervenir con carácter ocasional y espontáneo, es decir, para ejercer en el ámbito de los menores el simple “deber de socorro” que el Derecho Civil reconoce a todos los ciudadanos, con la legislación actual “parecen” pretender hacernos creer que solamente lo podremos realizar a través de la mencionada Comisión, a la que suelo denominar “Monopolio” y no me parece epíteto excesivo.
Máxime cuando el convenio que te obligan a firmar nunca fue un “convenio”, sino una contrata de prestación de servicios, a trueque de un salario o de una subvención y sin mas contrapartida que la económica. Y máxime cuando en esa prestación de servicios, el Monopolio tutelar se reserva, como ya he dicho, todos los derechos y atribuye a la parte contraria todos los deberes, bajo riesgo de que si no lo acatan les dejen sin contrata o sin subvención.

¿Cómo podrían garantizar los cuidados del niño educadores que ni siquiera pueden reivindicar lo especifico que compete a su tarea? Si una persona que tiene encomendada la crianza de un chiquillo, no puede tener ninguna iniciativa ni discrepar sobre lo que al niño le conviene ¿cómo podrá defender sus intereses? ¿cómo, realmente, protegerle y educarle? Un sujeto así se convierte en mero vigilante, en mera fuerza coercitiva al servicio del que paga y manda.

Conozco infinidad de educadores veteranos, que se quejan de verse obligados por sistema a realizar intervenciones que consideran atentatorias contra su propia dignidad y la dignidad de sus educandos; les quedan dos opciones; endurecer su conciencia para soportarlo, o cambiar de trabajo porque en el Monopolio no lo volverán a encontrar. Sus ONGs, del mismo modo, solo disponen de tres opciones: someter a esos educadores o expulsarles o perder la subvención.

¿Ustedes creen, por ejemplo, que todos los educadores que se ven forzados a denunciar en comisaría a sus educandos, por conflictos de naturaleza educativa, pueden compartir semejante criterio? ¿creen que los policías municipales o los trabajadores sociales con hijos propios, a quienes se les ordena arrebatar hijos ajenos en vez de aportar soluciones más coherentes están de acuerdo con semejante felonía? ¿creen que no hay educadores y policías capaces de conocer lo que realmente necesitan esas familias, sin necesidad de robarles los hijos para convertirlos en hospicianos, cuando no para írselos incriminando poco a poco hasta convertirles en delincuentes? ¿terminarán por irse de su trabajo o se acostumbrarán a tragar?

Es evidente que el Estado tiene el deber de controlar lo que se haga con los chicos de protección y hasta con el resto de la muchachada expuesta hoy a tanto despropósito y riesgo, pero precisamente por eso debiera haber riguroso control y no suplantación defunciones, un convenio transparente, un clima de mutuo apoyo, y no el imperio de la opacidad y la derivación de responsabilidades hasta que se les pierde la vista.

He dicho en algún párrafo anterior que con la actual legislación, “parece” imposible poder ocuparse en la tutela o reforma de menores sin someterse al consabido convenio. Y por imposible lo tiene la gente. Pero no lo es, sólo “parece”:  
Si en Madrid, al igual que en las demás Comunidades, hay varias decenas de miles de niños necesitados de tutela, que duda cabe que se necesitarían miles de hogares, con padres biológicos o funcionales, que ofrecieran espacio y atenciones duraderas o no, según los casos.

Como la Ley de Protección Jurídica del Menor optó por la vía de estatalizar a ciertos niños y las Comunidades Autónomas interpretaron la aplicación de esa Ley del modo también más estatal, riguroso y excluyente; la sociedad ha llegado a la errónea conclusión de que, sin pasar por ese embudo oficial, nada se podrá hacer por la infancia indigente, pese a que el Derecho Civil nos reconozca a todos el “derecho y deber de socorro”. Pero esta interpretación restrictiva ni es cierta ni es posible.

No es cierta, porque va contra natura, porque el tejido social es rico en espontaneidad e iniciativa que no hay motivo para reprimir. Y no es posible porque el embudo de la burocracia oficial tampoco es capaz de abarcarlo todo. De hecho los organismos tutelares de las Comunidades Autónomas, desde que se promulgó esa Ley, sólo  atendieron una proporción insignificante de niños, respecto a la totalidad. Y ¿qué ocurre con la mayoría, con los que siguen olvidados?

Por supuesto que la Administración tiene el encargo y por consiguiente, el derecho y el deber de velar por todos los niños que puedan necesitarlo. Pero ese encargo no tiene por qué anular,como si se tratase de un monopolio, el derecho y el deber de ayudar a todos y cada uno de los ciudadanos.

La propia Ley, si no hubiera sido interpretada de un modo tan autoritario, solamente otorga a la Administración, el socorro de los niños que previa, formal y oficialmente haya declarado en desamparo y esa declaración haya sido comunicada a la familia interesada. Y esto en cualquier momento es revisable por un juez, como corresponde a cualquier Estado de Derecho.

A todos los demás niños, en tanto no les declaren en desamparo, ricos o pobres, con riesgo o sin el, atendidos u olvidados por la Administración, pero cuya tutela sigue en manos de la familia, corresponde a la familia atenderles o elegir quien les atiende.

A veces algunas familias, para salvar una mala racha, solicitan de un pariente, o de otra familia, o de la Institución Tutelar, el acogimiento temporal de sus hijos; en tal caso será preciso un acuerdo entre esa familia y la entidad o personas que se ofrezcan como guarda y custodia, quedando claro que en nada mengua los derechos de patria potestad.
Así pues será óptimo que del tejido social surjan espontáneamente familias acogedoras u hogares funcionales u otras formas de solidaridad. Solidaridad que, sólo si aspira a ser subvencionada por el Estado, tendrá que llegar a un acuerdo con el.

No nos engañemos, habiendo el volumen de problemas que hay, si a la paz social no le salen más grietas, no sólo es por el servicio que presta la Administración, sino también por los miles de ciudadanos, familias y asociaciones que están ahí ayudando en silencio, sin reclamar nada, ni siquiera subvenciones.