domingo, 29 de enero de 2017

Cuando la víctima es neonazi

Recuerdo que fue una noche de agosto, y que yo debía tener por aquel entonces unos veinte años. Eramos cuatro amigos que volvían a casa después de una noche de fiesta cualquiera, de la que una vez más regresábamos muy bebidos y sin habernos comido una rosca. No nos importaba. Ni eso ni la caminata que nos quedaba. Éramos felices, con esa felicidad arrogante de la juventud que te hace sentir invencible por saber que tienes todo el futuro por delante, y por lo tanto cualquier sueño es todavía posible. De repente, sin embargo, algo vino a trastocarlo todo, cuando entre las sombras, un grupo que nos superaba ampliamente en número, comenzó a atacarnos con violencia. Todo sucedió muy rápido y sin provocación previa. Los agresores, que casi tenían más miedo que nosotros, compensaban su cobardía con bates de béisbol y puños americanos que nos hicieron caer, recibiendo una brutal paliza durante varios minutos que se nos hicieron interminables. Al acabar, no dudamos sobre lo ocurrido. Habíamos sido víctimas de una cacería, que es como llaman a sus hazañas los grupos neonazis.

En realidad eso de los neonazis era raro para nosotros, y aunque habíamos oído hablar mucho de ellos, nunca fuimos realmente conscientes de su existencia  hasta ese día. Fachas en Sevilla había, y muchos, pero niñatos así sólo se encontraban en el campo del Betis, y eran tan ridículos que después del partido solían esconder su condición por miedo. Al llegar al hospital para solicitar el parte de lesiones, el médico de urgencias que nos atendió nos sacó de nuestro error. Al parecer esas agresiones eran comunes en Sevilla, sólo que no salían nunca a la luz. Días después, solicité a la policía a través de un concejal la grabación de la agresión, pues ésta había sucedido frente a una oficina bancaria. Para mi sorpresa, un alto cargo policial se aprestó a hablar conmigo, aconsejándome que dejara correr el asunto, pues según él, entre los atacantes que había logrado identificar se encontraban hijos de gente influyente, y eso iba a alargar el proceso demasiado tiempo. Yo, que entonces era demasiado joven para dudar de la palabra de un agente -y muy perezoso para embarcarme en una aventura judicial-, seguí el consejo, aunque muchos años después sigo dudando sobre si en realidad aquel policía no estaba intentando salvar a los agresores.

Estoy seguro de que la connivencia entre grupos ultraderechistas y algunos miembros de los cuerpos de seguridad del estado no es algo que salga de mi imaginación. No quiero por supuesto afirmar que los policías españoles sean neonazis, pero sí que es cierto que estos grupos desde siempre han sentido interés en entrar en esta profesión, una profesión que tiene el monopolio legal de la violencia, y que por lo tanto resulta tremendamente atractiva para estos personajes. En un país en el que la policía franquista no fue depurada al llegar la democracia, podía entenderse que esto fuese normal durante los años de la Transición, pero el caso es que todavía hoy existen muchas las evidencias de lazos entre neonazis y policías en todo el estado. No hablo solamente de que se haya descubierto a antidisturbios portando simbología ultra, o a que un famoso periodista infiltrado entre neonazis fuese delatado por un alto cargo policial. No. De lo que hablo aquí es de algo mucho más sencillo, y es la impunidad de la que gozan ciertos elementos ultraderechistas, que pese a estar más que fichados siguen haciendo sus fechorías a la luz pública, sin que a nadie parezca importarle.

Sólo en mi experiencia personal, aparte de lo narrado, tengo a un amigo al que golpearon brutalmente en la grada sur del campo del Betis. Este hombre, que tardó meses en recuperarse de la salvajada que le hicieron, identificó y denunció a sus agresores, sin que nadie nunca detuviera a ninguno de ellos. Poco después supe que mi amigo no era el único al que le había ocurrido una experiencia similar en ese estadio, aunque el club y las autoridades se empeñan sistemáticamente en ocultarlo. Esto lo hacen a pesar de que la cuestión no es ni mucho menos baladí, y si bien es verdad que afortunadamente son pocos los jóvenes que se ven atraídos por esta ideología criminal, el daño que han causado es mucho. Millares de agresiones y más de medio centenar de muertos dan fe de lo que escribo, pero parece que esto no ha sido suficiente para que alguien tome cartas en el asunto. Siempre hubo víctimas de primera y de segunda desde luego. Nadie habla hoy de Guillen Agulló al que a los neonazis no bastó con asesinar, sino que siguieron décadas acosando a su familia; tampoco parece importar Aitor Zabaleta al que el Frente Atlético sigue insultando en cada partido; ni por supuesto Sonia Rescalvo, la mujer transexual brutalmente asesinada por un grupo de skins… Resulta curioso comprobarlo, pero todo rastro de esos crímenes se pierde en los medios rápidamente, e incluso a veces se oculta, como el dato que casi nadie ha publicado sobre la ideología ultraderechista del hombre que mató a dos guardias rurales en Lleida hace pocos días.

En contraste a este sospechoso silencio, el pasado fin de semana toda España conoció de la agresión sufrida por una chica a las puertas de un bar en Murcia. Las imágenes, ciertamente reprochables, se han difundido hasta el infinito y han servido para criminalizar a toda la izquierda, pues esta vez resultó que la víctima era una conocida militante neonazi de la ciudad levantina. Los distintos medios -que en la mayoría de los casos obviaron ese dato-, advirtieron falsamente que la víctima lo había sido por llevar un brazalete con la bandera de España. Si en vez de limitarse a crear una historia simplista, los periodistas hubiesen cumplido con su obligación deontológica, tal vez hubieran descubierto que la mujer agredida, apodada como “La Intocable” es una persona muy conocida por la Brigada Provincial de Información, ya que ha protagonizado supuestamente un sinfín de incidentes violentos, que según varios testigos incluyen agresiones a personas inmigrantes y LGTBI. Espero que nadie me malinterprete. Estoy en contra de la violencia, y no es mi intención justificar la agresión de una decena de personas a una mujer, aunque siento reconocer que aún condenando la acción, no voy a sentir pena por alguien que ha recibido lo que tantas veces ha dado gratuitamente a otros por su condición sexual, étnica o política.

En un estado de derecho en todo caso, nuestras simpatías o antipatías hacia determinadas personas o ideologías no deberían ser tenidas en cuenta. Estoy de acuerdo con el propio abogado de “La Intocable”, quien a pesar de haber reconocido la oscura trayectoria de su representada, ha advertido que nada puede justificar legalmente su linchamiento. No pongo en duda que la justicia y la policía haya actuado correctamente identificando y deteniendo a los agresores de esta mujer. Nada podría objetarse desde luego pues hicieron lo que debían, aunque cabe preguntarse si no estará habiendo de nuevo una doble vara de medir en la administración cuando agresiones como la sufrida por esta chica se dan cada fin de semana en toda España por parte de grupos ultras sin que casi nunca se detenga  a los violentos. Así, la ultraderecha campa a sus anchas mientras que para una vez que una de las suyas ha sido víctima y no verdugo, los agresores de ésta han sido encarcelados en unas pocas horas. Mientras, los falangistas que lincharon a Lagarder Danciu en una concentración fascista, se jactan de su paliza en las redes sociales sin miedo a ningún castigo. Llámenme mal pensado, pero no creo que se esté siendo ecuánime en estos casos. Algo falla. Y los beneficiarios son los de siempre. Los valedores de esa ideología criminal y asesina que es incompatible con la libertad. Cabría preguntarse por qué se les defiende.