Bajo el lema ¿Todos somos presos? se fundó hace 30 años la asociación de apoyo a las personas presas y sus familiares, Salhaketa. En todos estos años al igual que otros movimientos locales, nacionales e internacionales hemos venido trabajando en defensa del respeto a los derechos fundamentales a la vida, a un trato digno, a la intimidad, a la salud, a la educación o al trabajo que formalmente asisten a quienes son objeto de detención, aplicación de medidas de seguridad y reclusión. Derechos que no pueden suspenderse y mucho menos instrumentalizarse con fines represivos y/o mercantiles.
El objetivo final de nuestro movimiento de denuncia pública y jurídica, de acompañamiento a las personas presas y sus familiares, es desaparecer en el momento en el que nuestra sociedad se libere de la necesidad de la cárcel y desarrolle otras formas de entender y reaccionar ante los conflictos distintas a la penalización y al recurso al castigo.
Sin embargo, hoy más que nunca, estamos totalmente alejados de este objetivo. Los indicadores son claros y contundentes: recurso sistemático a la penalización, transformación de la maquinaria punitiva en un negocio con la construcción de nuevas cárceles, extensión del castigo a cada vez más sujetos sociales, endurecimiento de las condiciones de encarcelamiento, cumplimiento de condenas en prisiones alejadas del lugar de residencia habitual del reo, alargamiento de la penas o recurso a penas más severas propias del antiguo régimen.
Durante las tres últimas décadas estamos asistiendo a la construcción de una sociedad penitente y premoderna que viola sistemáticamente sus principios constitutivos aplicando políticas que potencian la desigualdad en la aplicación de las leyes y por tanto violan el principio de igualdad (criminalización selectiva hacia los sectores depauperados y disidentes de la sociedad), que potencian la desproporcionalidad aplicando sanciones privativas de libertad totalmente brutales y por el contrario exculpatorias según quien sea el sujeto encausado (derecho penal del enemigo) utilizando el derecho como una auténtica arma de guerra, violando así el principio de proporcionalidad.
Pero lo más terrible de la política carcelaria durante el postfranquismo no es solo su perpetuación, sino el balance de víctimas mortales, de personas y familias cuyas vidas se han visto destrozadas como consecuencia directa o indirecta de la prisionización. Nos referimos a las miles de personas fallecidas durante las tres últimas décadas por motivos no naturales como consecuencia de la no aplicación de medidas preventivas y de tratamiento en materia de enfermedades infecto-contagiosas, las enfermedades mentales con resultado de muerte y/o suicidios como consecuencia directa de la prisionización, aislamiento, desatención médica y un largo etcétera de situaciones de abandono y deficiencias endémicas propias del sistema carcelario.
Éstas víctimas las podemos contar por decenas de miles y sin embargo no son reconocidas, están condenadas al olvido cuando no despreciadas. Son víctimas invisibilizadas y su existencia evidencia el rostro más crudo del actual estado carcelario: el uso del derecho como arma para el ejercicio arbitrario, indiscriminado y cruel de la violencia que se ensaña con aquellos a quienes quiere convertir en chivos expiatorios de los males sociales que produce.
No nos olvidemos que estas víctimas del genocidio carcelario, son también el resultado de la vulneración de los derechos de las personas encarceladas en aras de garantizar la gobernabilidad del propio sistema carcelario o de perpetuar la sociedad punitiva que lo sustenta. Por eso hoy más que nunca resulta imprescindible visibilizar esta realidad y movilizarnos unitariamente para avanzar hacia de abolición de la actual política carcelaria genocida.
Por César Manzanos, Doctor en Sociología, Profesor en la UPV, Salhaketa-Araba