APUNTES PARA UNA PSIQUIATRÍA DESTRUCTIVA
Alfredo Aracil
Exabrupto
Ningún rastro, tras varias búsquedas, de Apuntes para una psiquiatría destructiva, un ensayo que Leopoldo María Panero amenaza con regalar a Sánchez Dragó en el transcurso de un accidentado Negro sobre blanco.
Corría el año 1999, y el poeta novísimo llevaba a sus espaldas tres
décadas de encierros en distintas instituciones mentales del país que
consiguieron, al menos en un sentido performativo, volverle loco. Su
caso, como el de muchos otros menos celebrados, resulta paradigmático
para estudiar de qué forma la psiquiatría especula con la idea de
enfermedad para liquidar al sujeto, es decir, para condenarlo a un
encierro invisible por desviado. Sin embargo, “el loco yerra, pero no
miente”, masculla Panero en una entrevista donde se mezclan idiomas,
citas, clarividencias y sinsentidos. Su experiencia, seguramente
narrativizada aunque nunca hipócrita, ilustra los puntos ciegos de un
saber ejercido como violencia sistemática en tanto que policía no sólo
de los gestos, sino de los pensamientos.
Durante mediados de los años sesenta se constituyó en España una red
de médicos críticos con los principios fundamentales de la práctica
psiquiátrica. La autoridad de las batas blancas y la neutralidad de la
ciencia fue puesta en entredicho por este grupo de jóvenes profesionales
que buscaba mejorar las condiciones de vida de los enfermos derribando
muros y abriendo las puertas de los manicomios. Cercanos a postulados
que negaban la existencia biológica de la enfermedad mental, practicaban
una psiquiatría en y desde la comunidad, donde los pacientes serían
finalmente asimilados por la población sana. De 1971 a 1975, este
proceso, convertido ya en una revuelta contra el poder establecido,
desemboca en una serie de huelgas de personal en diferentes hospitales
del país que dieron paso, con la Transición, a un proceso regresivo
donde el activismo político y los avances fueron transformados en purgas
y desencanto. Antipsiquiatría, movimiento crítico y
contra-institucional, reforma de la asistencia psiquiátrica...
La
historia de este fenómeno, que ni sus protagonistas coinciden en
nombrar, supone un intento de investigar la dimensión social de la
enfermedad, señalando cómo lo orgánico está socialmente producido por
mecanismos como la familia, el sexo o el trabajo. Si bien estos
movimientos transformadores no consiguieron cristalizar en verdaderos
logros, como muchos otros sueños pre-democráticos, sus esperanzas siguen
todavía en el aire. Frente a los fármacos y la medicalización masiva,
ciertas voces procedentes de la nueva imaginación política propone
volver a los cuidados, la escucha y el afecto como forma de subvertir la
patologización que acecha el conjunto de la vida social.
Una génesis
Tras diversos intentos durante la Segunda República, sobre todo en
Cataluña, donde la crítica de las instituciones y la visión psico-social
se venía defendiendo desde la primera década del siglo XX, el exilio de
personas como Tosquelles o Lopez i Mira —Jefe de los Servicios
Psiquiátricos del Gobierno de la República— significó no sólo el
retroceso de la asistencia, sino el triunfo de una visión académica y
organicista alejada de la realidad de los internados españoles. A saber,
una acervo de asilos decimonónicos, en manos de órdenes como San Juan
de Dios, a caballo, pues, entre lo disciplinario y lo benéfico, que
seguía funcionando en 1966 cuando se celebra en Madrid el Congreso
Mundial de Psiquiatría. El encuentro pone en evidencia hasta qué punto
la psiquiatría española vivía al margen del mundo institucional,
encerrada en un circuito que sólo sabía de locos, locura y manicomios,
es decir, al margen de cualquier intento de rehabilitación e, incluso,
fuera de toda acción terapéutica.
Y es que si bien la influencia
eugenésica no se dejó sentir en la España de los años cuarenta gracias a
la vena católica del régimen, como recuerda Guillermo Rendueles —uno de
aquellos jóvenes psiquiatras—, la ortodoxia la marcaba la escuela de
Antonio Vallejo-Nágera, alumno de Kraepelin, “partidario del psiquiatra
como militar y responsable de la tortura a los brigadistas
internacionales en el campo de San Pedro de Cerdeña, al final de la
Guerra Civil”.
Sin embargo, la situación de estas instituciones totales o
invernaderos del yo —según Ervingn Goffman— va a cambiar paulatinamente a
medida que los tecnócratas desplazan del poder a los viejos camisas
azules. Con la llegada del Opus Dei y su Plan de Estabilización, a
finales de los cincuenta, se inicia en España el periodo desarrollista.
De la mano de la Ley de bases de la Seguridad Social, la psiquiatría
pública adquiere un protagonismo hasta entonces desconocido. Y no sólo
en los círculos médicos, que como consecuencia del abandono del modelo
rural por el industrial tienen que afrontar como, “al mismo tiempo que
la renta crece un 700% en quince años... los internamientos en
instituciones mentales pasan de 89 por 100.000 habitantes en 1950 a 230
en 1971 [1]”; sino en los despachos de gerifaltes como Camilo Alonso
Venga, Ministro de la Gobernación, quien en 1969 declara que “el mundo
psiquiátrico ofrece tanto interés para los técnicos como para los
gobernantes, ya que el aumento de las enfermedades mentales es
proporcional al desarrollo de los países. España da cara a su desarrollo
social y económico debe prepararse para hacer frente al incremento de
las enfermedades mentales [2]”.
El cambio de paradigma, no obstante, se venía gestando desde hacía
algunos años. José López-Muñiz llega a la Presidencia de la Diputación
asturiana en 1957. Para entonces la adopción del capitalismo de Estado
hace necesario una serie de reformas en campos como el urbanismo o las
infraestructuras. En el campo de la psiquiatría, animados también por la
búsqueda de prestigio personal, los políticos decretan el abandono de
los asilos y de las políticas asistenciales de beneficencia, potenciando
en su lugar una administración más profesional y racionalista. En 1966,
se inaugura el Hospital General de Asturias. Laboratorio social de
algunas de las grandes transformaciones económica-políticas del siglo
XX, Asturias es también pionera en el cambio de modelo del manicomio al
Hospital Psiquiátrico; aunque en realidad la población interna sigue
siendo la misma: por un lado judiciales [presos], que habían entrado en
un momento dado y nadie se acordaba del porqué, y por otro lado
trabajadores industriales que, para finales de los sesenta, suponen el
70% de los ingresos en La Cadellada, como se conocía al Hospital
Psiquiátrico de Oviedo.
Con todo, el apoyo directo del Ministerio de Gobernación permite a
reformistas como López-Muñiz importar el modelo asistencial americano y
canadiense, que ponen en marcha gracias a la contratación de un nuevo
gerente, José Luis Montoya, uno de los gurús de la psiquiatría
comunitaria, formado en Inglaterra. Su llegada a Oviedo junto con un
nuevo equipo de médicos jóvenes también formados en el extranjero,
significa la adopción de una psiquiatría moderna orientada, en primer
lugar, a mejorar la vida diaria de los internos. De los 1000 que había
en 1962, ya como Hospital, La Cadellada baja a apenas unos 600 en tan
sólo tres años, duplicándose a su vez el número de personal por
paciente. Como señala Guillermo Rendueles, participe de la
transformación de Oviedo, “se producen entonces cambios importantes. Se
abren unos talleres enormes. Nacen unos servicios escalonados que
incluyen una terapia artística, un club de enfermos, bailes... Se trata
de abrir todas las puertas. Se contratan monitores y voluntarios. Es una
labor creativa pero también muy tecnocrática. Empiezan a poder salir
los enfermos por los alrededores y por los bares de cerca. Los médicos
dan permisos. Y se empieza a visitar a las familias. La asistencia
social también empieza a funcionar bien. Se da una política de altas
encaminada a reducir a la población, aunque lentamente. Deja de haber
portero. La gente entra y sale libremente [3]”. El hospital es, en esos
momentos, el orgullo de la Diputación, su organización y funcionamiento
son modélicos. Sus médicos son reclamados para participar en multitud de
seminarios y publicaciones. El Régimen, como ya había hecho con otras
vanguardias, utiliza esta brecha en la mediocridad dominante para
demostrar cómo España ha roto con el totalitatismo, llegando incluso a
producir un pequeño documental que forma parte de un No-Do de 1970, Psiquiatría social, dirigido por Horacio Valcárcel.
Una psiquiatría en y desde la comunidad
Como recuerda el psiquiatra Ramón García en su libro Historia de una ruptura,
el otro núcleo que permitió la consolidación de una nueva cultura
psiquiátrica lo encontramos en Barcelona a finales de los años sesenta.
Entre la universidad, donde el propio García impartía una clase de
psicología en la Facultad de Medicina, y varios círculos profesionales
progresistas —que en verdad constituían células clandestinas operando
para el anarquismo, el PC o el PSUC— se formó un grupo heterodoxo que
desde el estudio de la legislación y la crítica de sus respectivas
disciplinas, en general relacionadas con la educación y la salud,
introdujeron en su práctica herramientas como el psicoanálisis, el
marxismo, la crítica institucional o la antipsiquiatría. La dimensión
teórica, de esta forma, cumplía su destino final: volverse práctica,
gracias sobre todo al trabajo de los profesionales con distintas
asociaciones de vecinos y grupos de base, así como con colegios,
obreros, agrupaciones juveniles o de minusválidos. Para 1968, el peso
simbólico y material adquirido por estos círculos significó la necesidad
de articular un espacio de reflexión y organización más estable, aunque
igualmente vigilado por las autoridades que, por orden gubernativa,
llegaron a prohibir algún que otro encuentro y debate. Por mediación del
respetado José Jaén, la Academia de Ciencias Médicas vuelve a entrar en
escena organizando una conferencia de Carlos Castilla del Pino, quien
con Un estudio sobre la depresión había puesto en evidencia de
qué manera la psiquiatría era, en realidad, una cuestión política. Sin
embargo, si hay un momento que marca la máxima vitalidad de esta
plataforma activa hasta 1975 fue la primera conferencia que imparte
Franco Basaglia en España. Personaje fundamental para entender la deriva
militante de la psiquiatría de los años setenta, el italiano ya había
acogido a dos miembros del grupo de psiquiatras progresistas, Luis
Torrent y Ana Seró, en el Hospital de Goritzia, llegando a contar con
ellos durante algunas temporadas en su experiencia comunitaria y
contra-instituacional del Hospital Trieste. Además de la conferencia,
Basaglia mantiene un sinfín de reuniones informales con distintas
personalidades de la lucha anti-franquista. De una de ellas surge un
proyecto que vinculó a los profesionales españoles con diferentes
proyectos y redes transnacionales de psiquiatras y sociólogos que,
durante los primeros setenta, denunciaron la instrumentalización que el
poder hace de las ciencias médicas.
El mapa de la vergüenza iba a convertirse en un libro
colectivo que tenía como misión visibilizar la situación de la
asistencia psiquiátrica en toda Europa, aunque de la propuesta original,
gestada durante la visita de Basaglia en 1970, al final surgió una
serie de encuentros en distintas ciudades europeas. A partir de un
núcleo estable de unas personas, entre las que se encontraban nombres
como Rober Castel, Tomkiewicz o el propio Basaglia, el grupo contaba
además con la aportación de nombres como Pepe García o Valentín Corcés
—cargos de responsabilidad durante los sucesivos gobiernos del PSOE—,
Félix Guattari, Michael Foucault o David Cooper. A lo largo de sus años
en activo, el grupo analizó diversas realidades psiquiátricas en
relación con los modelos sociopolíticos que las sustentaban, llevando a
cabo, también, un detallado estudio comparado de las legislaciones de
diversos estados, siempre en clave crítica, incluso con las metodologías
supuestamente más avanzadas, como era la psicoterapia institucional. Su
logro principal, además de la producción de saber y la puesta en
relación de personas, fue sin duda generar debate público en torno a la
gestión de la salud mental, influyendo en un sinfín de publicaciones
como el periódico francés Liberation o, también, en prensa underground
española como Ajoblanco, El Viejo topo o Enajenados, donde aparecieron
dosieres espaciales e información continua sobre diversas experiencias
antipsiquiátricas. Por no hablar de la cantidad de publicaciones que
desde editoriales como Anagrama o Júcar vieron la luz a principios de
los setenta.
Una nueva cultura psiquiátrica
Sobre esta base de nueva institucionalidad, en parte posible por el
afán reformista de un franquismo temeroso de su futuro cercano, la
antipsiquiatría —de acuerdo a la formula de David Cooper— “definía un
conjunto de movimientos que, desde muy diversas perspectivas, intentaban
dar una respuesta práctica a la violencia de la psiquiatría, al tiempo
que cuestionan las bases teóricas sobre las que se fundamenta [4]”. Un
trabajo de conceptualización que se desarrolla, principalmente, en la
crítica de la vida dentro de las instituciones; aunque su objetivo, en
realidad, no era otro que desbordarlas, tratando de poner fin a la
reclusión por medio de la apertura de centros de día habilitados para
tratar al enfermo en su entorno. La relación del paciente con el
personal de la institución, por otra parte, sufre un vuelco: de la
subalternidad que describen trabajos como Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales,
de 1961, pasamos al empoderamiento a través de metodologías que inciden
en la participación del paciente y la escucha atenta del personal
médico. Se trata, en ese sentido, de potenciar lo relacional y lo
inter-subjetivo. En Oviedo, por ejemplo, se llevaron a cabo muchas
asambleas, donde “se abordaban los problemas de la vida diaria, de las
relaciones interpersonales, de los tratamientos... Se llegaron, incluso,
a tomar por votación decisiones referentes a un permiso o altas.
Algunos problemas de la vida del hospital como comidas, limpieza o
hábitat fueron asumidos por los pacientes, quienes a través de
comisiones representativas iban a discutirlos con la Administración o,
directamente, los exponían a la prensa [5]”. En otras experiencias, como
las que se llevaron a cabo en las Clínicas de Ibiza de Madrid o en el
Instituto de la Santa Cruz de Barcelona durante los primeros setenta, al
mismo tiempo que se invita al interno a participar de la gestión de su
vida, los familiares y la comunidad al completo eran integrados en el
trabajo terapéutico.
Esta otra clínica, así, es reivindicada como un potencial
dispositivo político que determinadas prácticas, posiciones y
compromisos pueden utilizar. Algo que las autoridades y ciertos sectores
mediáticos, a finales de los sesenta, empiezan a mirar con recelo. El
XI Congreso de la Asociación Española de Neuropsiquiatría celebrado en
Benalmádena, Málaga, en septiembre de 1971, marca el fin de la guerra
subterránea y el laissez faire del poder en materia
psiquiátrica. Los jóvenes críticos, comprometidos además con una lucha
política cada vez menos clandestina, dan un paso al frente e intentan
obligar a la asociación a subscribir una declaración muy crítica con la
situación de la asistencia. Se trata de un ataque a la academia, para el
cual se apoyan en su entonces presidente, el Doctor Valenciano, un
antiguo republicano. Como apunta Ramón García, “finalmente se aprueba un
documento que la Junta directiva remite a las autoridades políticas y
sanitarias del Estado, a las revistas profesionales y a la prensa [6]”,
desatando el pánico entre los técnicos y cargos políticos que habían
permitido llevar a cabo experiencias transformadoras. La reacción está
en camino, en forma de ola regresiva, lo que significará, primero, el
despido de algunos responsables, como es el caso de Montoya, obligado a
salir de Oviedo. Allí, “más que una represión ideológica, se dedican
primero a recortar gastos limitando la vida de la institución. En ese
proceso de provocaciones se producen conflictos. Por ejemplo: en el
Hospital Psiquátrico de Asturias había un comité paritario para elegir a
los nuevos residentes. Se valoraban currículos, se hacían entrevistas y
se confeccionaba un listado de los nuevos residentes. Ante ese listado,
el nuevo representante de la administración decide meter a dos
personas, sabiendo que eso atentaba contra el funcionamiento que
habíamos instaurado [7]”. Las huelgas se suceden, y la Administración,
que había cedido anteriormente ante varias reclamaciones de corte
laboral a causa de la solidaridad mostrada en general y por los MIR de
otros hospitales de España en particular, esta vez no cede. Tras un
encierro de meses, la policía finalmente intervine de manera violenta en
una concentración de apoyo frente al Hospital, donde irrumpen para
tapiar las puertas de la residencia donde vivían los MIR. Del equipo de
Oviedo, a principios de 1973, sólo quedan dos personas.
A pesar de iniciativas progresistas como la Coordinadora Psiquátrica
Nacional donde, a partir de 1971, en clandestinidad, se dan cita
profesionales críticos, de ATS a psiquiatras, para debatir y tomar
medidas conjuntas, el desmantelamiento general es decretado, estallando
así conflictos por toda la geografía española. Entre 1972 y 1974, como
consecuencia del ciclo transformador, las clínicas Ibiza de Madrid y el
Instituto Mental de la Santa Cruz Barcelona viven un proceso de lucha
similar al asturiano. Dada la proyección de algunos de los integrantes
de la plantilla de la Santa Cruz, el conflicto allí llega a tener eco en
medios internacionales, así como un importante respaldo por parte de la
Coordinadora y del grupo de psiquiatras progresistas o desde El mapa de la vergüenza,
que sin embargo no pudo frenar el despido de veintiún profesionales,
más tarde reincorporados después de una sentencia judicial a favor. En
Madrid la situación se zanja también por medio de la intervención de las
fuerzas del orden que, con el beneplácito de las autoridades médicas,
finalmente irrumpen en las instalaciones para impedir una reunión de
médicos y asistentes con familiares de enfermos. Se zanja, así, un ciclo
de cambio protagonizado por profesionales como Enrique González Duro,
co-fundador de la Coordinadora, donde se ensayan por primera vez en
España métodos como el “hospital de día”. También podríamos citar, por
ejemplo, del acoso administrativo y logístico que sufrieron las
experiencias de Bétera o de Huelva, donde estaban, entonces, trabajando
con la comunidad, al tiempo que probaban nuevas fórmulas clínicas para
emancipar al enfermo. O, por último, Conxo, en Santiago, donde habían
ido a parar profesionales como Montoya o Pepe García después de su
accidentada aventura de Oviedo, que vive un proceso de desmantelamiento
debido a su empeño por abrir las puertas del antiguo manicomio mientras
potencian la participación de los internos en grupos de trabajo, teatro,
fiestas y talleres. La dialéctica entre esperanza y frustración, con la
que Ramón García analiza estos años conduce, al final, a una situación
ya no de estancamiento, sino de regresión. De 1975 datan las duras
imágenes que Carlos Osorio registra en La cerrada de mujeres
del Hospital de Oviedo: metraje filmado para un documental sobre la
locura en colaboración con el médico Tiburcio Angosto, que nunca
llegaron a terminar, y que parece llevarnos muy atrás en el tiempo, a
la época de la Salpetriere. Es el año, también, en que la Coordinadora
se autodisuelve consumida por diversas luchas por la hegemonía dentro de
la izquierda. Y, finalmente, cuando se produce la huelga general de los
MIR: conflicto que paraliza toda la capacidad de lucha de un sector,
hasta entonces fundamental en el contagio de las nuevas prácticas, a
través de la experiencia directa, por otros puntos del Estado como
Albacete o Girona.
El ocaso de la esperanza
Poco tiene ya de subversivo decir que el sueño democrático de
nuestros padres ha derivado en diversas pesadillas. Gracias a
dispositivos críticos como la llamada Cultura de la Transición, de sobra
conocemos la naturaleza y el proceso de gestación del acuerdo
inmovilista que generó el actual desencanto con las instituciones. La
historia de la psiquiatría a partir de 1975 constituye, en ese sentido,
un relato ejemplar de cómo diversos elementos contra-hegemónicos, poco a
poco, se van derechizando hasta ser absorbidos por el poder. Un
fenómeno definido por Guillermo Rendueles con una frase genial por lo
que tiene de sintética: de conspiradores a burócratas, título de un
texto donde el psiquiatra gijonés analiza cómo el movimiento crítico fue
absorbido por la maquinaria institucional del Partido Socialista. Sin
embargo, a pesar de lecturas como la de Enrique González Duro, las
conocidas bases programáticas para una política sanitaria en la salud
mental del PSOE no significan tanto el intento de hacer tabula rasa con
lo anterior, como el extravío de algunos métodos que, una vez más, se
habían testado en el Hospital Psiquátrico de Asturias durante finales de
los sesenta. Tal y como explica Pepe García, se trata de llevar hasta
sus últimas consecuencias el lema más utópico de las antipsiquiatrías:
derribar los muros y, finalmente, cerrar todos los manicomios,
apostando, en cambio, por “una red asistencia extrahospitalaria por todo
el territorio, que es dividido en sectores. Esto supone que, por
primera vez, no sea necesario que todos los tratamientos y cuidados
pasen por el hospital [8]”.
El plan, expuesto públicamente en marzo de 1977 durante la
celebración de unas Jornadas sobre Alternativas a la Asistencia, partía
de un mea culpa. Hasta ahora nos hemos equivocado, comenzaba su ponencia
el entonces admirado protagonista de experiencias como Oviedo y Conxo,
luego, ya fuera del PC, Consejero de Sanidad del gobierno socialista
asturiano de principios de los noventa. El trabajo, en su opinión, no
estaba dentro de las instituciones, sino en la calle, fuera del
manicomio. Lo que, de acuerdo a Ramón García, “supone un anuncio de una
nueva línea que venía a neutralizar las ideas y prácticas psiquiátricas
en su vertiente más crítica y comprometida, ya que se olvidaba que nadie
más que los antipsiquiatras salía a la calle, pero no para montar allí
el chiringuito y quedar en él, sino para ir y volver del manicomio a la
calle y de la calle al manicomio, dentro la dialéctica dentro y
afuera... se trataba, pues, de una forma de poner orden: abajo todo lo
que huela a espontaneidad, anarquía, asamblea, independencia, para a
continuación imponer su orden [9]”.
Si bien a finales de la década de los setenta se completan nuevos
proyectos de transformación asistencial, como es el caso de Hospital de
Málaga, el manicomio de Miraflores en Sevilla, o el Servicio
Psiquiátrico de la provincia de Jaen, para 1982 las relaciones de poder
ya son otras. El movimiento crítico es acorralado por el círculo
institucional de inspiración académica, o simplemente posibilista, que
el PSOE va conformando alrededor de figuras como Valentín Corcés,
miembro entonces del Área de la Salud de la Federal del PSOE, y hoy
patrón de la Fundación Canis Majoris, dedicada a la asistencia con
animales para la “plena integración social y la igualdad de
oportunidades de las personas con discapacidad y/o riesgo de exclusión
[10]”, desde su sede en el Paseo de Castellana. En cambio, profesionales
independientes como González Duro, llamado a Jaén para ejecutar un plan
de reforma diseñado por Montoya, es pronto destituido y purgado.
Aunque, sin duda, la metáfora más clara de este cambio de orientación
sea el caso del muro de Bétera [11], donde las autoridades de la
Diputación de Valencia, pasando por encima de la opinión del personal
del centro, cercaron el Hospital Psiquátrico con una valla de 2.600
metros que pretendía acabar con el problema de las fugas de internos, en
un retorno a los asilos carcelarios defendidos por altas tapias.
Gracias al trabajo que desde finales de los sesenta llevaban
realizando en grupos de psiquiatras y abogados, en 1983 se consigue una
última victoria cuando se deroga el Decreto de 1931 que afectaba a
legislación relacionada con salud mental, así como ciertos puntos del
código civil referidos a la tutela. La fragilidad de los avances
realizados hasta la fecha, sin embargo, facilita una rápida e
incontestable vuelta al orden. Se arrasa con lo anterior por medio de
una política celebrada como radicalmente nueva y un sistema de
instituciones provinciales como el frustrado Instituto de Salud Mental
de Madrid, pronto clonado en Andalucía sin mayor pretensión que promover
la elaboración de estudios e informes, al mismo tiempo que articula una
estructura clientelar de gratificaciones y castigos entre el partido en
el poder y los profesionales. Como el propio Corcés reconoció en una
ocasión frente a la cúpula asistencial andaluza: dentro del PSOE, todo,
fuera nada. Es decir, mientras una serie de nombres asociados con el
movimiento crítico son ninguneados públicamente y tienen serias
dificultades para ejercer, otros entran dentro de la maquinaria de
gobernanza socialista, dirigiendo hospitales y ocupando cargos de
responsabilidad en distintos gobiernos.
El ciclo se cierra en 1986,
cuando Comisión para la Reforma Psiquiátrica convierte sus tribulaciones
en la Ley General de Sanidad, después de deliberaciones a puerta
cerrada entre una serie de personas seleccionadas a dedo y técnicos del
propio ministerio. Entonces, del mismo modo que la prensa consiguió
antes de la muerte de Franco convertir la psiquiatría en una cuestión
pública, la ruptura estuvo apoyada por ciertos medios. El País, por
ejemplo, a causa de la muerte de tres personas a manos de un
diagnosticado de oligofrenia, publicó un editorial en 1985 que llevaba
el título de “La locura como amenaza”. En él, además de otras llamadas
al orden, se puede leer que, tras la ola de las antisipiquiatrías, “se
ha salido de una etapa en la que los manicomios eran casas de terror y
se practicaba una medicina punitiva, en la que el internamiento, en
muchos casos, era injustificado, para entrar en otra en la que se abusa
del concepto de libertad y respeto a la conciencia del otro [12]”.
Coda
Desde entonces, como un eco del giro neokrapeliniano que se impone en
el mundo anglosajón a finales de los setenta, cuando gracias a la
alianza entre farmacéuticas, compañías de seguros y conservadores se ha
generalizado la visión determinista, biologicista y neurológica de la
enfermedad mental, las políticas sanitarias del Estado español inciden
en la cronicidad, olvidándose de factores económicos y sociales. Con el
cierre durante los años noventa de muchos hospitales psiquiátricos de
titularidad autonómica, las autoridades permiten, cuando no alientan, la
proliferación de residencias privadas que funcionan a la manera de
instituciones totales. Las altas masivas, apoyadas en la negación del
manicomio en tanto que espacio productor de locura, han significado
finalmente el abandono de muchos enfermos que, frente a la falta de
medios de los hospitales generales y centros de días, cuando no pueden
costearse una plaza fuera de la sanidad pública, quedan a cargo de sus
familiares.
Por otra parte, la accesibilidad a neurolépticos y otros fármacos han
construido una sociedad fuertemente medicada. Atados a camisas de
fuerza químicas, con nuestra inestimable cooperación, una serie de
tecnologías del yo moldean nuestra subjetividad a imagen y semejanza de
los intereses bio-políticos que el poder dispone para nuestra vida. La
esfera mediática, a su vez, ofrece una serie de modelos que produce y
reproducen normalidad, aunque de manera sofisticada, sin necesidad de la
violencia física que protagonizaba la etapa de la clínica anterior, es
decir, en términos cada vez menos represivos. La representación de la
locura, así como su relato en los medios generales, suele caer del lado
de lo marginal. En paralelo, la lógica manicomial se proyecta en la
supuesta libertad de nuestra vida cotidiana. En lugar de un sujeto
encerrado o atado a una cama, la imagen del loco en la actualidad, igual
de frágil e incomunicado, es la de un sujeto insertado en régimen
farmaco-político: una vida social y personal donde la precariedad
psíquica y laboral van de la mano.
En algún momento, como sucedió durante las décadas de los sesenta y
setenta del siglo pasado, se hará necesaria una nueva crítica de las
condiciones contemporáneas de producción de enfermedad mental, así como
un análisis de los aparatos públicos y privados que se encargan hoy de
su gestión. Para ello, una vez más, será fundamental la implicación del
sector médico, que actualmente ha perdido parte del empuje transformador
que una vez le caracterizó. Mientras, sin necesidad de volver
constantemente a Foucault, voces como la de César Rendueles, hijo del
psiquiatra, reclaman un retorno a ciertas metodologías y concepciones
que confirmaron la identidad de las antipsiquiatrías.
Algunas, como la
responsabilidad de la parte sana sobre la parte enferma, la
participación activa de los enfermos en su vida o la necesidad de
cuestionar la cuestión científico-técnica y trabajar para la
construcción de una nueva cultura en torno a la salud mental, han
influido en su llamamiento a una ética de los cuidados y una práctica
guiada por el afecto capaz, en última instancia, de socializar la
patología que produce el último capitalismo. Sin perder de vista el
sueño de una sociedad donde la locura fuese no sólo como una cuestión
médica, a veces sería suficiente con aprehender políticamente de lo
psicopatológico y disfrutar, un poco, de nuestros síntomas.
1. García, Pepe. El Basilisco: Psiquiatría y cambio social. Junio-diciembre 1979, pg 49-63. Oviedo
2. La Nueva España, 18 de agosto de 1968.
3. Entrevista con Guillermo Rendueles, febrero de 2016, Gijón.
4. El viejo topo, nº4, 1975
5. Entrevista con Guillermo Rendueles, febrero de 2016, Gijón.
6. García, Ramón. Historia de una ruptura. El ayer y el hoy de la psiquiatría española, pg 69. Virus, Barcelona, 1995.
7. Ibid.
8. Entrevista con Pepe García, marzo de 2016, Oviedo.
9. García, Ramón. Op cit, pg 82. Virus, Barcelona 1995.
10. http://www.canismajoris.es
11. http://elpais.com/diario/1981/12/12/sociedad/376959608_850215.html
12. http://elpais.com/diario/1985/06/29/opinion/488844002_850215.html
Fotos: pabellón de internas de La Cadellada, Oviedo. Carlos Osorio, 1975 (Cortesía de Herederos de Carlos Osorio).