El caso de María José Abeng, a la que arrebataron su hijo recién
nacido cuando tenía 14 años y lo entregaron a una familia de adopción,
para ser devuelto a su madre biológica cuatro años después, ha ocupado
las páginas y las pantallas de los periódicos y los programas, como si
se tratase de una novedad escandalosa. Y efectivamente es escandalosa,
pero no es novedad.
Es escandaloso que una adolescente como María José, confiada a la
tutela del Principado de Asturias, en un Centro de Menores, fuera
violada y embarazada sin consecuencia alguna para los responsables de su
cuidado y protección. Es escandaloso que, como cuenta ella: “No me quitaron a mi hijo por tener mala vida. Me lo arrebataron”. María José replicaba así a los que la consideran una mujer de vida desordenada: “No
soy alcohólica ni drogadicta ni tan siquiera fumo. No me maltratan ni
me han maltratado. No me quitaron a mi hijo por llevar mala vida, sino
porque yo era una niña custodiada que vivía en un centro de acogida”.
Desde el momento que se conoció el embarazo, el centro de custodia
decidió que tenía que dar el niño en adopción. Como afirma la sentencia
de la Audiencia de Oviedo “la Administración desde el mismo día del
parto, decidió separar a la madre del recién nacido, sin que conste que
se barajaran otras opciones”.
El drama en que están insertos la madre biológica, los padres
adoptivos y sobre todo el niño, es consecuencia de la infame política de
cuidados, adopciones y retirada de tutelas que están realizando las
Administraciones de las distintas Comunidades Autónomas, a lo largo y lo
ancho de España, sin que ni los gobiernos, ni los juzgados, ni los
profesionales de la psicología y el trabajo social, ni los medios de
comunicación se opongan.
En este perverso sistema de otorgar a las Consejerías de Bienestar
Social y Familia –que más deberían llamarse de Malestar Social y
desestructuración de Familias- la competencia exclusiva para determinar
qué madres –y siempre madres- son aptas para ocuparse de sus hijos, se
ha creado un universo cerrado de mujeres damnificadas por las
resoluciones arbitrarias -¿quizá corruptas?- que adoptan los servicios
sociales. Con la inestimable ayuda de los llamados gabinetes
psicosociales, que no son otra cosa que empresas privadas, surgidas no
se sabe donde, en las que trabajan personajes sin cualificación
profesional ni siquiera sentido humanitario. Y que, increíblemente, son
quienes deciden qué niños se quedan con su madre, cuáles se declaran en
situación de abandono, cuáles han de ir a parar a los orfelinatos de la
Comunidad, y cuáles se van a entregar a nuevas familias en acogida o en
adopción. Como si en nuestra sociedad no existiera un Código Civil y un
sistema judicial que debe decidir y amparar la vida de todas las
personas implicadas.
Lo más grave es que esos espúreos gabinetes psicosociales son los que
“asesoran” a los jueces, y parece mentira que el colectivo de
magistrados y el Poder Judicial acepten que esas personas sean quienes
en definitiva deciden de la vida y la suerte de miles de madres y de
niños.
En el último año y medio, La Audiencia de Madrid ha dictado 4.000
sentencias de custodia de niños, con la intervención de los Gabinetes
Psicosociales.
Diversos colectivos de madres, abuelos, abuelas y de adolescentes
internados en Centros de Menores, vienen denunciando retrasos en los
trámites de gestión de las separaciones, retraso que introduce mayor
inseguridad a situaciones, ya de por sí traumáticas, en la infancia y
adolescencia. Hay familias afectadas que tienen casos de conflictos no
resueltos, desde hace más de 10 años, en diversos juzgados de toda
España. Muchas de esas familias, en su recorrido por tribunales y
despachos, han perdido sus modos de vida y en algunos casos su propia
salud, mientras sus hijos viven en centros de acogida o son dados en
adopción, muchas veces en contra del criterio de los progenitores y de
las niñas y niños.
Sólo en la Comunidad de Madrid hay 4.000 familias cuya salud y
felicidad depende de los informes de supuestos psicólogos y trabajadores
sociales. Para atender las visitas de los menores a sus madres o padres
biológicos, únicamente hay tres PEF, es decir: “Puntos de Encuentro
Familiar”.
Hace siete años, en 2009, el periodista Jaime Barriento avisó de
las consecuencias que tenían para los jóvenes ciertas malas prácticas
de determinadas empresas que operaban en el campo de los centros de
menores. http://www.interviu.es/reportajes/articulos/chicos-malos- grandes-negocios.
De la cumplida información que da el periodista extraigo lo que sigue:
“La atención a los menores con problemas legales, de drogas o de
conducta está llenando los bolsillos de empresarios nada expertos en el
tema. Banqueros, constructores y hasta políticos se han metido en un
negocio boyante”. (…)
“Cualquier asociación o fundación sin ánimo de lucro puede
hacerse cargo de la gestión de un centro de reforma de menores, las
cárceles donde los jóvenes de 14 a 17 años que han cometido alguna clase
de delito cumplen medidas privativas de libertad. Así lo estipuló la
Ley de Responsabilidad Penal del Menor, que permitió a las comunidades
autónomas –competentes en esta materia– privatizar la gestión de los
centros de menores y delegar así en entidades particulares la ejecución
de medidas sancionadoras. En España hay unos 11.000 menores en
residencias y pisos de acogida. Enrique Martínez Reguera, psicólogo y
educador con treinta años de experiencia con niños y jóvenes marginados,
da algunas cifras: “El cuidado de estos niños aporta, de media, 3.800
euros por chico y mes, y si se trata de un centro público, en torno a
9.000. (…) De los 58 centros terapéuticos existentes en España, 55 están
en manos de entidades privadas. Dianova y O’Belén acumulan 12 de ellos.
Entre ambas instituciones gestionan cada año unos 17 millones de euros
(unos cinco Dianova y cerca de doce O’Belén). Más del 90 por ciento de
este dinero procede del pago en concepto de servicios sociales que les
aportan las administraciones”.(…)
“La Ley 5/2000 sobre la gestión de la protección de
menores abrió la veda para que muchas de las organizaciones no
gubernamentales y fundaciones creadas años atrás –coincidiendo con la
aprobación de la prestación social sustitutoria del servicio militar– se
lanzasen a la caza de adjudicaciones de centros de protección de
menores. Todas ellas, como establece la ley, se definen como entidades
sin ánimo de lucro y con un fin social. Según José Luis Calvo, de Prodeni, asociación de defensa de los derechos de los niños, “tienen
órganos de gobierno desproporcionados, con numerosos cargos directivos,
cuyos sueldos, coches oficiales y comidas salen de las subvenciones que
reciben de la Administración por gestionar los centros de menores”.
Este terrible informe debería haber provocado una interpelación
parlamentaria, una actuación inmediata de la Inspección de Menores y de
los jueces implicados. Pero en este corrupto país, ninguna de las
instituciones ni cargos públicos más importantes se dieron por
concernidos. Ni la Administración, ni el Parlamento, ni el Poder
Judicial, estimaron que había que investigar la denuncia que suponía
aquella información. Pero mientras tanto, miles de madres están
sufriendo la separación de sus hijos, los niños son tratados como
maletas que se trasportan de una familia a otra, otros desaparecen en el
misterioso archivo de los expedientes de las custodias y las
adopciones. En los juzgados las causas se prolongan durante años. A
dicha demora, hay que añadir que los informes redactados por los
gabinetes psicosociales, son casi siempre parciales y sin un protocolo
oficial que se ciña a las circunstancias concretas de cada familia.
Como es evidente, aquellas madres que no tienen recursos no pueden
disponer de defensas jurídicas preparadas, no saben cuales son los
derechos que deben esgrimir. Las madres menores, solteras, pobres,
abandonadas por el padre, en paro, son las víctimas propiciatorias de la
insaciable codicia de esas empresas que se ha permitido que dispongan
del destino de miles de niños, como si se tratara de mercancías. Y no se
sabe, pero se intuye, qué clase de negocio existe detrás de cada
adopción de un hijo arrebatado a una madre adolescente, ignorante, sola y
pobre, además negra, como era María José Abeng.