En su imprescindible texto “Anatomía de una epidemia: píldoras mágicas, medicamentos psiquiátricos y el increíble crecimiento de la enfermedad mental en América”, Robert Whitaker describe al DSM como el instrumento fundamental del complejo médico-industrial que procuró la aparición, de lo que el autor denomina, la ideología de la psiquiatría biológica, y que ha sido el paradigma que ha permitido la invasión de la normalidad por la enfermedad mental y el sobretratamiento sin límites de los trastornos emocionales, con los consiguientes devastadores efectos secundarios: sufrimiento innecesario, etiquetado, cronificación, dependencia y gasto social y sanitario.
La psiquiatría como profesión se encontraba en franca decadencia a finales de los años 70 en EE.UU debido a varios factores. El primero de ellos fue la aparición del movimiento denominado anti-psiquiatría cuyo máximo representante era el profesor de la Univesidad Estatal de Nueva York, Thomas Szasz y su libro “El mito de la enfermedad mental”. En este libro, Szasz defendía que las enfermedades psiquiátricas no eran problemas médicos sino etiquetas aplicadas a personas con problemas existenciales o simplemente no adaptadas a las normas sociales convencionales; los psiquiatras tenían más que ver, decía el autor, con los sacerdotes o la policía que con los médicos.
El movimiento de la anti-psiquiatría contó con el apoyo de intelectuales como Foucault que denunciaban que esta disciplina médica era en realidad un instrumento de control social; la enfermedad mental sería, desde este punto de vista, una “sana” reacción contra una sociedad enferma y opresiva. Es la visión que se popularizó con la película “Alguien voló sobre el nido del cuco” que ganó varios Oscar en 1975.
El segundo de los problemas a los que se tenía que enfrentar la psiquiatría como profesión era la creciente competencia de psicólogos y consejeros. Los terapeutas no médicos ofrecían mejores precios y, como consecuencia, se llevaban a los pacientes y forzaban el decrecimiento de los honorarios médicos.
En la década de los 70, la guerra entre la emergente psiquiatría biológica, apoyada por la industria farmacéutica, y el establishment, todavía en parte freudiano, se estaba decantando hacia una visión más holística y menos fármaco-dependiente de la enfermedad mental. Una tercera escuela de psiquiatras, la denominada “psiquiatría social”, también defendía estrategias no farmacológicas contra los trastornos mentales, convencida de que eran las condiciones sociales y medioambientales las que debían ser modificadas.
A finales de los años 70, los líderes de la American Psychiatric Asociación (APA) hablaban claramente de una “lucha por la supervivencia” de una debilitada psiquiatría acosada por el movimiento anti-psiquiátrico, la competencia de los terapeutas no médicos y las diferencias internas de las distintas escuelas. Otro factor también jugaba en contra: los nuevos medicamentos introducidos 20 años antes, neurolépticos, antidepresivos y benzodiacepinas, no estaban mostrando los beneficios a largo plazo esperados y comenzaban a tener muy mala prensa. El New York Times hablaba de “asesinato espiritual” y un informe del senado norteamericano denunciaba su capacidad adictiva y como convertían a los pacientes en “zombies emocionales”. Las cifras de consumo de medicamentos psiquiátricos durante la década de los 70 disminuyó un 40%. en EE.UU.
Ante esta preocupante situación “profesional”, una gran parte de los psiquiatras tenían claro que la mejor manera de salir de esta crisis era aprovechando la ventaja competitiva que tenían los médicos sobre otros terapeutas: su capacidad de prescribir. El futuro de la profesión pasaba inevitablemente por encasillar definitivamente los trastornos mentales dentro de las enfermedades médicas para lo que era necesario: (1) reforzar las débiles evidencias existentes hasta ese momento a favor de una explicación biológica de la enfermedad mental, (2) mejorar su diagnóstico (hasta entonces fundamentalmente narrativo y basado en conceptos muy amplios y ambiguos) generando clasificaciones objetivas basadas en criterios clínicos y (3) apoyar claramente el enfoque farmacológico en el tratamiento de la enfermedad mental. Es lo que los representantes de la APA llamaron”un vigoroso esfuerzo por remedicalizar la psiquiatría”. La enfermedad mental tenía que ser vista como una enfermedad orgánica, vinculándola a un modelo médico que, en la visión popular, estaba basado en verdades científicas.
En 1974, la APA encargó al psiquiatra biologicista de la Universidad de Columbia, Robert Spitzer, revisar el DSM-II publicado en 1967 y basado todavía en las ambiguas categorías freudianas como la neurosis. Spitzer prometió que el DSM-III serviría para “defender el modelo médico aplicado a las enfermedades mentales”. El nuevo manual, como dijo el presidente de la APA en 1977, Jack Weinberg, “dejaría claro que la psiquiatría es una especialidad médica”. En 1980 aparece el DSM-III con 265 diagnósticos distintos. Había nacido la Biblia de la psiquiatría biológica que arrinconaba definitivamente la antigua psiquiatría psicoanalítica basada en teorías especulativas y los nuevos enfoques sociales.
Sin embargo, a pesar del barniz científico con el que nació, no existían hechos que sustentaran las clasificaciones diagnósticas propuestas por el DSM-III . Las bases biológicas de la enfermedad mental permanecían (y permanecen) desconocidas y los criterios diagnósticos se basaban (y se basan) en consensos profesionales más que en evidencias científicas. Como denunciaban otros profesionales de la salud mental, el DSM-III parecía más un documento político de los psiquiatras que un sistema de clasificación de enfermedades científicamente fundado. A pesar de las críticas de falta de rigor, el DSM-III se convirtió en el arma definitiva de la psiquiatría biológica contra la escuela psicoanalítica o las corrientes sociales y anti-psiquiatricas, y convirtió a la APA en la asociación profesional con más poder del mundo por su capacidad de influencia.
La APA fue la primera asociación científica que adoptó estrategias de marketing para venderse. En 1981 crearon su división de “publicaciones y marketing” y comenzaron una ambiciosa campaña de comunicación pública patrocinando programas de TV y radio o realizando periódicas “facts sheets” dirigidas a los medios en las que resumían la evidencia con datos epidemiológicos de prevalencia de enfermedad y pruebas de efectividad de los nuevos fármacos. De esta manera, empezaron a aparecer periódicamente titulares en los medios de comunicación como que los investigadores “estaban a punto de descubrir las bases genéticas de la depresión” o “los mecanismos fisiopatológicos de la angustia y la ansiedad” o las “claves bioquímicas de la esquizofrenía”. En 1984, el periodista Jon Franklin ganó el premio Pulitzer por su serie de artículos denominada “The Mind-Fixers” donde resumía los sorprendentes avances de lo que llamada la “psiquiatría molecular”.
Este contraataque de la psiquiatría biologicista contó con el apoyo financiero de la industria farmacéutica en una alianza estratégica que financió la Asociación y sus congresos generosamente. Para la industria supuso la posibilidad de poner en nómina a los principales líderes académicos y científicos de la psiquiatría norteamericana que aceptaron mayoritariamente actuar como sus portavoces en los congresos, reuniones profesionales y medios de comunicación. A principios de los años 2000, estos líderes cobraban entre 2000 y 10.000 dólares por conferencia. A día de hoy, los psiquiatras norteamericanos aparecen como los médicos que tienen más conflictos de interés con la industria farmacéutica y los que mayores honorarios reciben: de los 22 médicos norteamericanos que habían recibido más de 500.000 dólares entre los años 2009 y 2013 por parte de la industria, la mitad eran psiquiatras; entre los cuatro primeros en ganancias, tres eran psiquiatras
El nuevo DSM-V ha contado con importantes críticas desde el primer momento debido a los intensos conflictos de interés de sus redactores. A pesar de que, aparentemente, la APA había reforzado las garantías para controlar la influencia de la industria, tras las críticas aparecidas al anterior DSM-IV, estas políticas parecen haberse mostrado insuficientes (como denunciaba un editorial del Plos Medicine del que nos hacíamos eco hace 2 años): el 69% de los panelistas seguían teniendo algún tipo de conflicto de interés con la industria y hasta el 15% habían sido “speakers bureau”, es decir, habían cobrado por publicitar algún medicamento en actos profesionales o de comunicación.
El DSM-5 ha introducido nuevas entidades diagnósticas con alto riesgo de ser “enfermedades inventadas”, debido a su alta prevalencia y ambiguedad diagnóstica: la depresión relacionada con el duelo, comer demasiado, perturbaciones del estado de ánimo, espectro autista, leve desorden neurocognitivo y disforia premenstrual. Las compañías farmacéuticas ya estaban realizando ensayos clínicos de fármacos que podrían ser empleados para tratar los nuevos trastornos incluidos antes de la publicación del DSM-V. Varios de esos fármacos estaban a punto de perder la protección de la patente y la aprobación de nuevas indicaciones, podía significar una prolongación de los derechos de exclusividad de hasta 3 años. El interés de la industria, por tanto, era evidente y enorme, por sus consecuencias económicas. La necesidad de que los autores relacionados con las nuevas entidades fueran absolutamente independientes, más importante, si cabe. Lamentablemente se ha demostrado que no ha sido así
Acaba de publicarse un Editorial de la revista Prescrire en el que se vuelve a denunciar, a pesar de toda la parafernalia que la APA puso en marcha para demostrar su independencia, la falta grave de garantías de independencia de los autores del nuevo DSM-V. Los editorialistas revisan un artículoaparecido en Psychotherapy and Psychosomatics (y traducido en el blog Salud y Fármacos) que analizaba la relación entre tres grupos de interés: los miembros del panel de revisión del DSM, los investigadores principales de los ensayos clínicos para los nuevos criterios diagnósticos del DSM-V y las compañías farmacéuticas.
Hay dos grupos principales de personas que forman parte del DSM y que tienen autoridad para tomar decisiones: Los miembros del Grupo Responsable de la producción del Manual y los de los Grupos de Trabajo, que son los individuos que realizan las revisiones de alguna categoría diagnóstica específica. Los autores del artículo revisan 13 ensayos clínicos patrocinados por la industria relacionados con las nuevas entidades diagnósticas. De los 55 miembros de los Grupos de Trabajo de las nuevas entidades, 15 (27%) declararon al menos un conflicto de interés con la farmacéutica productora de alguno de los medicamentos testados en los ensayos clínicos, mientras que 19 de 31 (61%) de los miembros del Grupo Responsable declararon igualmente al menos un conflicto de interés.
El 29% de los investigadores principales de los ensayos clínicos relacionados con tratamientos para las nuevas entidades diagnósticas también tenían conflictos de interés con las industrias patrocinadoras. En tres casos, el investigador principal de alguno de los 13 ensayos clínicos (23%), también estuvo involucrado en la elaboración de los nuevos criterios para el DSM-V.
El Editorial de Prescrire concluye:
“Los grupos de trabajo encargados de la integración de los seis nuevos diagnósticos en DSM-V estaban claramente bajo la influencia de las compañías farmacéuticas. Además, estos nuevos diagnósticos corresponden a las indicaciones propuestas por las empresas para sus medicamentos. La permeabilidad de esta sociedad científica, claramente incapaz de instituir regulaciones para asegurar su independencia intelectual, socava la credibilidad de todo el DSM”
La intensidad de las relaciones de los psiquiatras norteamericanos con la industria farmacéutica y la estrategia de poder corporativo de remedicalización de la psiquiatría emprendida por la APA en los años 80 a través de su Manual Diagnóstico DSM, han tenido una influencia mundial y, ambos factores, han transformado una disciplina de claros orígenes humanistas en una temible herramienta de control social, reduccionismo biológico y venta de medicamentos.
Los psiquiatras norteamericanos, desde luego, se han ganado el sueldo