Las condiciones de vida del pueblo
trabajador bajo el capitalismo favorecen la aparición de todo tipo de problemas
psicológicos y relacionales, que en no pocas ocasiones terminan desembocando en
alcoholismo y otras adicciones. Y esto en periodos de crecimiento. Durante las
crisis económicas (como la que llevamos una década sufriendo), la angustia asociada a la
incertidumbre laboral y la desesperación que provoca el paro, disparan el abuso
de tóxicos (legales e ilegales).
Especialmente grave es la situación entre la juventud, sector que
sufre de manera más severa las consecuencias de la crisis (tasas de fracaso
escolar cercanas al 30%, paro juvenil rondando el 40% y una extrema precariedad
entre los afortunados que encuentran empleo). Esta falta de expectativas para
desarrollar un proyecto vital propio es el caldo de cultivo idóneo para la
generalización del abuso crónico de drogas. Ante esta situación, ya se está detectando un lento pero progresivo aumento del consumo de heroína (en
Barcelona ya es la primera causa de muerte entre los 15 y 40 años).
Este hecho
parece incomprensible debido a la estigmatización social de esta droga. No
faltan los autodenominados expertos que lo achacan a que las nuevas
generaciones no vivieron el drama social de la heroína de los años 80. Pero
esta explicación, simplista en extremo, no es suficiente ni aun teniendo en
cuenta la inutilidad de las campañas de prevención del tipo “a tope sin drogas”. Los motivos son mucho más profundos y tienen naturaleza política.
Los 80. Crisis económica,
reconversiones industriales. Paro. El mejor caldo de cultivo para las
drogodependencias y la degradación social. Pero también para que la juventud se
vuelva levantisca (contagiando al resto de la clase trabajadora). Y eso los
gerifaltes del capital siempre tratan de evitarlo, al precio que sea. E
iniciaron una campaña salvaje contra la juventud. Primero criminalizaron la
pobreza, inventándose aquello de la “inseguridad ciudadana” con la colaboración
de los medios de comunicación (que para eso son de su propiedad), mostrando
especial saña con la juventud al crear el mito de los “niños navajeros”, los
“bandoleros urbanos” y las “bandas juveniles” mafiosas. Y cuando el conjunto de
la sociedad empezaba poco a poco a hacerse eco de este mensaje prefabricado,
inundaron las calles de heroína. De la noche a la mañana, las venas de los
barrios obreros se llenaron de veneno, ¡y tuvieron la desvergüenza de culpar a
los más marginados y desprotegidos de semejante alarde de organización,
planificación e infraestructura internacional!
Los efectos sociales fueron
devastadores. La aparición en el ideario colectivo de la figura del “yonki”
provocó un shock social. La campaña de criminalización de la pobreza y de la
juventud se vio justificada ante el aumento de los índices de criminalidad
fruto de la aparición de la heroína, lo que tuvo trágicas consecuencias a todos
los niveles. Supuso el inicio de la desconfianza patológica entre vecinos,
contribuyendo poderosamente a romper las fuertes redes sociales desarrolladas
durante la lucha contra el franquismo, lo que a su vez mermó considerablemente
la capacidad de respuesta social y recrudeció las situaciones de exclusión social, aumentando así
la delincuencia e iniciándose una perversa espiral de degradación social de los
barrios. Y obviamente, cada vez resonaban con más fuerza los rebuznos que
pedían mano dura contra los delincuentes como solución.
Y lo consiguieron, terminando por
ser más punitivos los códigos penales de la democracia que los de la dictadura.
Y, de paso, la crisis económica y sobre todo sus verdaderos responsables
pasaban a un segundo plano. Y la industria de la seguridad privada (vigilantes,
puertas blindadas, rejas, alarmas, etc.) se convirtió en una de las más
boyantes del país. Y lograron así eliminar “excedente poblacional” e
inutilizaron a muchos miles más, que además se convirtieron en nueva fuente de
beneficios para la patronal al aparecer el nuevo negocio de la desintoxicación
(la punta de lanza de la privatización de los servicios sociales, al calor de
la cual surgieron las empresas de control social disfrazadas de ong que además
de dar dinerito han mantenido vigilada a la pobreza, controlando y sometiendo a
los excluidos hasta hoy).
No faltó cierta contestación social, como la lucha de
Madres Contra la Droga, que siendo conscientes de quien controlaba realmente
los flujos del mercado de la droga se manifestaban una y otra vez frente a las
comisarías.
Pero a pesar de todo, es de recibo reconocer que el plan fue todo
un éxito. Aunque hicieron trampa: exportaron el plan de Estados Unidos, donde
en las décadas previas experimentaron con cierto éxito el control social a
través de la introducción masiva de las drogas entre la juventud contestataria
contra la guerra de Vietnam y en los barrios de mayoría afroamericana, que
estaban cada vez más politizados.
Fue un genocidio silencioso y
perfecto, ya que las víctimas fueron consideradas únicos culpables de su
trágico destino. ¡Cuan miserables suenan hoy las palabras de Tierno Galván,
llamando a la juventud a “colocarse”!
Hoy en día, conscientes de la
profundidad de la actual crisis económica y el probable aumento de la
conflictividad social, pretenden repetir el mismo esquema. Llevan ya un tiempo
denigrando a la juventud, intentando crear una falsa imagen al presentar a los
jóvenes como una panda de vagos que no quieren estudiar ni trabajar (obviando
las políticas privatizadoras, la degradación de la educación pública y la
imposibilidad de encontrar un empleo mínimamente digno y estable en estos
momentos), viciosos (deformando hasta el surrealismo el fenómeno del
“botellón”) y violentos (exagerando hasta el delirio la violencia escolar y el
todavía anecdótico fenómeno de las bandas juveniles). Además, con la intención
de inocular el miedo a la inseguridad, incluso los telediarios se han
convertido en una burda imitación del nefasto y felizmente desaparecido diario
“El Caso” (y lo van consiguiendo de nuevo, duplicándose en los últimos años la
población reclusa mientras los índices de criminalidad se han mantenido
estables, a lo que hay que sumar el último endurecimiento del código penal).
Considerando que es el momento adecuado, están abriendo el grifo otra vez,
llenando lenta pero progresivamente nuestras calles de heroína (que por cierto,
en su mayoría procede del ocupado Afganistán, desde el pseudoestado implantado por la OTAN en Kosovo ). O recuperamos la memoria
histórica de nuestros barrios y nos organizamos para luchar contra los
responsables últimos de esta lacra, o volveremos a ver cómo cárceles y
cementerios se llenan con los nuestros.