Finalmente, el lunes 28 de agosto, Juana Rivas entregaba a sus hijos
en las dependencias de la Guardia Civil de Granada. Unas horas después,
el padre de éstos, condenado por violencia de género en 2009 y con otra
denuncia por malos tratos continuados de julio de 2016, salía con ellos a
la espera de la decisión judicial que le permita llevárselos
definitivamente a Italia.
Pese a las muestras de solidaridad y a las recomendaciones de
colectivos como la Asociación de Mujeres Juezas, que han insistido por
activa y por pasiva en que se aplicara la perspectiva de género a este
caso, y se tuvieran en cuenta las últimas modificaciones de la ley de
violencia de género, que reconoce a los hijos también como víctimas y
que insta a protegerles de estas situaciones, la jueza no solamente no
lo ha hecho, sino que en su último auto incluso sugiere que los hijos
puedan estar siendo manipulados por su madre, haciendo alusión a un
posible Síndrome de Alienación Parental (SAP) . En consecuencia, la
jueza tampoco ha considerado, hasta el momento, escuchar el testimonio
del hijo mayor, que relató a la psicóloga del Centro de la Mujer los
malos tratos que había presenciado.
En lo que a procesos judiciales se refiere, Juana y su maltratador,
Francesco Arcuri, volverán a enfrentarse en octubre a un nuevo juicio,
en Italia, por la custodia de los hijos.
En el Estado español, Juana se enfrenta a una condena por retención
ilícita de menores y desobediencia a la justicia que podría conllevar
penas de prisión y la pérdida de la custodia de los hijos. Además, la
jueza del juzgado de instrucción nº 2, María Ángeles Jiménez, ha
decidido investigar como “inductores o partícipes necesarios” tanto a la
directora del Centro de la Mujer de Macarena, Francisca Granados, y a
la psicóloga del mismo, María Teresa Sanz, como a todos los familiares
de Juana Rivas hasta segundo grado de parentesco.
Es evidente el interés que tiene la justicia burguesa en que todo “el
peso de la ley” caiga sobre Juana y su entorno de forma ejemplarizante.
El apoyo y la simpatía entre miles de personas, particularmente
mujeres, hacia la lucha de Juana ha hecho saltar todas las alarmas desde
el momento en que su insumisión a las injustas decisiones judiciales ha
puesto el foco de atención no sólo en el maltratador, sino en la propia
violencia que el Estado ejerce sobre las mujeres a través de las
instituciones y en la necesidad de la movilización social para
combatirlo.
Más allá de las lágrimas de cocodrilo de un gobierno del PP, que ha
reducido en un 26% el presupuesto para las víctimas de violencia de
género, y de una justicia que, bajo un falso manto de imparcialidad,
continúa subestimando la violencia machista en cualquiera de sus
manifestaciones, la realidad es que el número de víctimas de violencia
de género no deja de aumentar.
En lo que va de 2017, 36 mujeres han sido asesinadas en episodios de
violencia doméstica, 6 más que en el año anterior. En cuanto a los
menores, tan sólo desde 2013 (año en que se empezó a registrar), 22
niños han sido asesinados por sus padres o las parejas de sus madres y
más de 160 han quedado huérfanos.
No falla un juez, falla el sistema
Sin embargo, los jueces continúan dictando sentencias donde, frente
al interés del menor, priman el sacrosanto derecho de los maltratadores a
“ejercer” su “paternidad”, obviando el hecho de que los hijos también
son víctimas, pese a que desde julio de 2015 la propia ley lo reconoce
explícitamente. Concretamente la ley señala que, cuando los niños se
encuentren bajo la patria potestad o la tutela de una víctima de
violencia de género, los poderes públicos garantizarán el apoyo preciso
para que permanezcan con su madre, además de prestar atención
especializada y ayudar en su recuperación. Aunque los jueces pueden
incluso suspender para el inculpado la patria potestad o custodia, entre
otras medidas, la realidad es que casi nunca lo hacen. Al contrario, la
entrega de niños a padres maltratadores amparándose en la teoría
pseudocientífica del Síndrome de Alienación Parental es el resultado
lógico de este “machismo judicial”.
Su consecuencia más dramática es el asesinato de los menores por la
desprotección del Estado. Un ejemplo terrible fue el caso de Ángela
González Carreño. En 2003 una sentencia obligó a esta mujer a dejar a su
hija Andrea, de 7 años, con su padre para una visita sin vigilancia
pese a que durante 3 años Ángela había interpuesto más de 50 denuncias
contra su expareja y advertido desesperadamente del riesgo que corría su
hija. Estas advertencias venían avaladas por decenas de informes de los
servicios sociales que desaconsejaron una y otra vez la entrega de la
niña, teniendo en cuenta el propio testimonio de ésta. Pese a todas
estas evidencias, la jueza consideró que no había motivo alguno para que
el padre no pudiera disfrutar de su hija sin vigilancia. Aquella misma
tarde el exmarido de Ángela mató de un tiro a la hija de ambos.
Durante años, Ángela peleó judicialmente contra el Estado para que
éste reconociera su responsabilidad en la muerte de su hija. Sin
embargo, ni el Ministerio de Justicia, ni la Audiencia Nacional, ni el
Tribunal Supremo, ni el Constitucional encontraron ninguna “anormalidad”
en el funcionamiento de la Administración de Justicia, incluso después
de que la propia ONU considerara al gobierno español responsable y lo
instara a rectificar e indemnizar a Ángela. Frente a una mujer
maltratada y a una niña asesinada todo el aparato institucional miraba
hacia otro lado y se desentendía de sus responsabilidades, aludiendo a
la “corrección” del funcionamiento judicial.
Entre este asesinato y el caso de Juana Rivas median casi 15 años. No
planteamos aquí que la historia de Ángela se repita punto por punto en
el caso de Juana, aunque sí lo ha hecho en otros muchos casos. Pero
ambas comparten, con otras muchas mujeres maltratadas una característica
común. A la violencia que sufren por parte de sus parejas han de sumar
también la violencia machista a la que son sometidas por parte del
aparato del Estado. La criminalización de las víctimas y la banalización
de la violencia contra la mujer es una constante que impregna todos los
estratos de la sociedad y que afecta especialmente a las mujeres de
familias humildes, sin recursos, privadas de independencia económica,
condenadas a peores condiciones laborales, víctimas en primera persona
de los recortes sociales del PP y sin ningún tipo de amparo real por
parte del Estado para poder superar esa situación.
Frente a esta violencia estructural e institucional que impregna este
sistema, cada vez más mujeres están reaccionando con la movilización y
la lucha. En ese contexto, cuestionar las resoluciones judiciales,
desafiar las leyes injustas o apoyar solidariamente a quienes lo hacen
es parte de la lucha contra la opresión que sufrimos las mujeres en la
sociedad capitalista. Una lucha que ha resurgido con fuerza en los
últimos años y que está siendo un ejemplo para millones de oprimidos en
todo el mundo.