En 2004, las ganancias
de una sola compañía, Pfizer, fueron de 11.000 millones de dólares. Más
recientemente, en el último cuatrimestre de 2009, Novartis, responsable entre
otras de la producción de la vacuna contra la gripe A, ha generado
unos beneficios que superan
en un 54% los del mismo periodo del año anterior. Estos datos muestran a un
sector estratégico, con un gran volumen de ganancias que le permiten gozar de
extraordinarias cuotas de poder.
El desarrollo de un
nuevo fármaco es un proceso largo y muy costoso,
estimado en 300-600 millones de dólares [1]. De las moléculas
investigadas, una ínfima proporción llegará al mercado. A partir del momento en
que la patente sea aceptada la compañía contará con 20 años de exclusividad en
los que intentará recuperar el dinero invertido. Aún así, amortizar el gasto de
desarrollo y producción de un nuevo medicamento es una tarea complicada por la
intensa competitividad del mercado. Esto explicaría los altos precios de venta.
Sin embargo, las cifras presupuestarias de las empresas farmacéuticas sugieren
algo distinto. Mientras que la investigación y el desarrollo de fármacos recibe
alrededor de un 13% del presupuesto, la parcela dedicada a marketing se
sitúa entre un 30 y un 35% del presupuesto anual[2]. Por tanto,
se gasta más del doble en promocionar un medicamento que en su descubrimiento y
desarrollo.
Los medicamentos nuevos
pueden ser de dos tipos: las ‘nuevas entidades moleculares’ o los
conocidos como ‘me too’ (yo también), que son aquellos que ya
tienen en el mercado equivalentes químicamente casi idénticos. Estos últimos
son los que más proliferan porque son los más rentables. Por un lado, el riesgo
es menor porque ya se tiene la referencia del consumo de otros fármacos
parecidos y se colonizan mercados previamente establecidos. Por otro, la
normativa que regula los ensayos clínicos es lo suficientemente permisiva como
para quecualquier producto que demuestre ser mejor que un placebo, pueda
ser comercializado. La producción de estos medicamentos que no aportan nuevas
funciones es la contribución más importante del sector farmacéutico: asciende a
aproximadamente un 75% de los medicamentos aprobados anualmente[2].
El argumento
fundamental que esgrime la industria con respecto a la producción de
medicamentos ‘me too’ es la mejora de los tratamientos existentes. Sin embargo,
hay datos que apuntan lo contrario. Desde 2000 hasta 2006, 441 fármacos ‘me
too’ fueron aprobados para su comercialización pero tan sólo 44
(10%) significaron una mejora en el tratamiento [3]. Por
tanto, el éxito de ventas de los nuevos productos depende enteramente de una
intensa labor de promoción. Un ejemplo de lo anterior es la familia de las estatinas,
empleadas para bajar los niveles de colesterol en sangre. La primera molécula
fue lanzada al mercado en 1987 y desde entonces cinco versiones de la misma han
sido comercializadas con precios cada vez más elevados pero sin evidente
mejora. Conforme iban venciendo las patentes, las compañías han ido lanzando
nuevas estatinas con ligeras modificaciones que, asociadas a grandes campañas
de marketing, mantenían el alto nivel de beneficios. Como comenta Dr. Sharon
Levine, director ejecutivo de Kaiser Permanente Medical Group, “Si soy un
productor y puedo cambiar una molécula para conseguir otros 20 años de patente,
convencer a médicos para que la receten y a pacientes para que la demanden, (…)
por qué voy a invertir mi dinero en proyectos mucho más inciertos con nuevas
moléculas?”.
Todavía en este punto
se podría razonar que si ese 75% de fármacos redundantesproporciona
los beneficios económicos suficientes para financiar los medicamentos realmente
importantes, hasta cierto punto se justificaría todo lo anterior. Aunque parece
que esto tampoco es cierto. Marcia Angell, profesora de Salud
Pública de la Universidad de Harvard y editora durante 20 años de New England
Journal of Medicine, la revista médica de mayor impacto junto a The Lancet, pone
en duda el carácter innovador de la industria: “Por increíble que parezca,
sólo unas pocas drogas importantes han aparecido en el mercado en los últimos
años, y estas provenían en su mayoría de investigaciones realizadas en
instituciones académicas, pequeñas compañías biotecnológicas, o de centros
públicos de investigación como el NIH (National Institutes of Health) en
Estados Unidos” [3]. Esto es así en la práctica totalidad
de los medicamentos para enfermedades graves como cáncer o SIDA.
En la misma línea
argumental, J.Drews, ex investigadora de Hoffmann LaRoche, afirma: “La
industria farmacéutica está sustituyendo su antigua organización investigadora
por un montaje técnico (…) totalmente incapaz de desarrollar
nuevas ideas o conceptos. Las divisiones de investigación de los grandes
laboratorios han dejado de ser autónomas y ya no pueden autogestionarse. Están
dirigidas por juristas, financieros, vendedores y gerentes comerciales
incapaces de imaginar el futuro si no es como sucesión lineal de los desarrollos
ya existentes (…) La industria farmacéutica ha creado unas condiciones
que eliminan la originalidad, la creatividad y la libertad y
favorecen el consenso, la imitación, la sumisión y el espíritu repetitivo”[4].
Referencias:
1. Martín Moreno, S. 2001. Ética de la prescripción. Conflictos del médico con el paciente, la entidad gestora y la industria farmacéutica. Medicina Clínica Vol.116 Núm. 8 http://www.doyma.es/revistas/ctl_servlet?_f=7216&articuloid=15291
2. Angell, M. 2004. The truth about drug companies. New York Review of Books. http://www.nybooks.com/articles/archives/2004/jul/15/the-truth-about-the-drug-companies/
3. Angell, M. 2007. Health policy, pharmacy and pharmacology talks at Winsconsin School of Medicine and Public Health. http://videos.med.wisc.edu/videoInfo.php?videoid=940/
4. Drews, J. 2006. In quest of tomorrow´s medicines. Springer: New York. p221 (citado en Forcades i Villa, T. 2006. Los crímenes de las grandes compañías farmacéuticas. Cuadernos CiJ. 2006)
Periodismo Humano