Recuerdo que fue una
noche de agosto, y que yo debía tener por aquel entonces unos veinte
años. Eramos cuatro amigos que volvían a casa después de una noche de
fiesta cualquiera, de la que una vez más regresábamos muy bebidos y sin
habernos comido una rosca. No nos importaba. Ni eso ni la caminata que
nos quedaba. Éramos felices, con esa felicidad arrogante de la juventud
que te hace sentir invencible por saber que tienes todo el futuro por
delante, y por lo tanto cualquier sueño es todavía posible. De repente,
sin embargo, algo vino a trastocarlo todo, cuando entre las sombras, un
grupo que nos superaba ampliamente en número, comenzó a atacarnos con
violencia. Todo sucedió muy rápido y sin provocación previa. Los
agresores, que casi tenían más miedo que nosotros, compensaban su
cobardía con bates de béisbol y puños americanos que nos hicieron caer,
recibiendo una brutal paliza durante varios minutos que se nos hicieron
interminables. Al acabar, no dudamos sobre lo ocurrido. Habíamos sido víctimas de una cacería, que es como llaman a sus hazañas los grupos neonazis.
En realidad
eso de los neonazis era raro para nosotros, y aunque habíamos oído
hablar mucho de ellos, nunca fuimos realmente conscientes de su
existencia hasta ese día. Fachas en Sevilla había, y muchos, pero
niñatos así sólo se encontraban en el campo del Betis, y eran tan
ridículos que después del partido solían esconder su condición por
miedo. Al llegar al hospital para solicitar el parte de lesiones, el
médico de urgencias que nos atendió nos sacó de nuestro error. Al
parecer esas agresiones eran comunes en Sevilla, sólo
que no salían nunca a la luz. Días después, solicité a la policía a
través de un concejal la grabación de la agresión, pues ésta había
sucedido frente a una oficina bancaria. Para mi sorpresa, un alto cargo
policial se aprestó a hablar conmigo, aconsejándome que dejara correr el
asunto, pues según él, entre los atacantes que había logrado
identificar se encontraban hijos de gente influyente, y
eso iba a alargar el proceso demasiado tiempo. Yo, que entonces era
demasiado joven para dudar de la palabra de un agente -y muy perezoso
para embarcarme en una aventura judicial-, seguí el consejo, aunque
muchos años después sigo dudando sobre si en realidad aquel policía no
estaba intentando salvar a los agresores.
Estoy seguro
de que la connivencia entre grupos ultraderechistas y algunos miembros
de los cuerpos de seguridad del estado no es algo que salga de mi
imaginación. No quiero por supuesto afirmar que los policías españoles
sean neonazis, pero sí que es cierto que estos grupos desde siempre han
sentido interés en entrar en esta profesión, una profesión que tiene el
monopolio legal de la violencia, y que por lo tanto resulta
tremendamente atractiva para estos personajes. En un país en el que la
policía franquista no fue depurada al llegar la democracia, podía
entenderse que esto fuese normal durante los años de la Transición, pero
el caso es que todavía hoy existen muchas las evidencias de lazos entre neonazis y policías en todo el estado.
No hablo solamente de que se haya descubierto a antidisturbios portando
simbología ultra, o a que un famoso periodista infiltrado entre
neonazis fuese delatado por un alto cargo policial. No. De lo que hablo
aquí es de algo mucho más sencillo, y es la impunidad de la que gozan
ciertos elementos ultraderechistas, que pese a estar más que fichados
siguen haciendo sus fechorías a la luz pública, sin que a nadie parezca
importarle.
Sólo en mi
experiencia personal, aparte de lo narrado, tengo a un amigo al que
golpearon brutalmente en la grada sur del campo del Betis. Este
hombre, que tardó meses en recuperarse de la salvajada que le hicieron,
identificó y denunció a sus agresores, sin que nadie nunca detuviera a
ninguno de ellos. Poco después supe que mi amigo no era el
único al que le había ocurrido una experiencia similar en ese estadio,
aunque el club y las autoridades se empeñan sistemáticamente en
ocultarlo. Esto lo hacen a pesar de que la cuestión no es ni mucho menos
baladí, y si bien es verdad que afortunadamente son pocos los jóvenes
que se ven atraídos por esta ideología criminal, el daño que han causado
es mucho. Millares de agresiones y más de medio centenar de muertos dan fe de lo que escribo,
pero parece que esto no ha sido suficiente para que alguien tome cartas
en el asunto. Siempre hubo víctimas de primera y de segunda desde
luego. Nadie habla hoy de Guillen Agulló al que a los neonazis no bastó con asesinar, sino que siguieron décadas acosando a su familia; tampoco parece importar Aitor Zabaleta al que el Frente Atlético sigue insultando en cada partido; ni por supuesto Sonia Rescalvo, la mujer transexual brutalmente asesinada por un grupo de skins…
Resulta curioso comprobarlo, pero todo rastro de esos crímenes se
pierde en los medios rápidamente, e incluso a veces se oculta, como el
dato que casi nadie ha publicado sobre la ideología ultraderechista del hombre que mató a dos guardias rurales en Lleida hace pocos días.
En contraste a este sospechoso silencio, el pasado fin de semana toda España conoció de la agresión sufrida por una chica a las puertas de un bar en Murcia.
Las imágenes, ciertamente reprochables, se han difundido hasta el
infinito y han servido para criminalizar a toda la izquierda, pues esta
vez resultó que la víctima era una conocida militante neonazi de la
ciudad levantina. Los distintos medios -que en la mayoría de los casos
obviaron ese dato-, advirtieron falsamente que la víctima lo había sido
por llevar un brazalete con la bandera de España. Si en vez de limitarse
a crear una historia simplista, los periodistas hubiesen cumplido con
su obligación deontológica, tal vez hubieran descubierto que la
mujer agredida, apodada como “La Intocable” es una persona muy conocida
por la Brigada Provincial de Información, ya que ha protagonizado
supuestamente un sinfín de incidentes violentos, que según varios
testigos incluyen agresiones a personas inmigrantes y LGTBI.
Espero que nadie me malinterprete. Estoy en contra de la violencia, y no
es mi intención justificar la agresión de una decena de personas a una
mujer, aunque siento reconocer que aún condenando la acción, no voy a
sentir pena por alguien que ha recibido lo que tantas veces ha dado
gratuitamente a otros por su condición sexual, étnica o política.
En un estado
de derecho en todo caso, nuestras simpatías o antipatías hacia
determinadas personas o ideologías no deberían ser tenidas en cuenta.
Estoy de acuerdo con el propio abogado de “La Intocable”, quien a pesar
de haber reconocido la oscura trayectoria de su representada, ha
advertido que nada puede justificar legalmente su linchamiento.
No pongo en duda que la justicia y la policía haya actuado
correctamente identificando y deteniendo a los agresores de esta mujer.
Nada podría objetarse desde luego pues hicieron lo que debían, aunque
cabe preguntarse si no estará habiendo de nuevo una doble vara de medir
en la administración cuando agresiones como la sufrida por esta chica se
dan cada fin de semana en toda España por parte de grupos ultras sin
que casi nunca se detenga a los violentos. Así, la ultraderecha campa a
sus anchas mientras que para una vez que una de las suyas ha sido
víctima y no verdugo, los agresores de ésta han sido encarcelados en
unas pocas horas. Mientras, los falangistas que lincharon a
Lagarder Danciu en una concentración fascista, se jactan de su paliza en
las redes sociales sin miedo a ningún castigo. Llámenme mal
pensado, pero no creo que se esté siendo ecuánime en estos casos. Algo
falla. Y los beneficiarios son los de siempre. Los valedores de esa
ideología criminal y asesina que es incompatible con la libertad. Cabría
preguntarse por qué se les defiende.